lunes, 21 de marzo de 2016

LABERINTO


No recuerdo nada anterior a mi vida en este lugar. No sé de dónde vengo ni hacia dónde me dirijo. Por mucho que reflexiono sobre ello, no encuentro ningún sentido a esta clase de existencia y muchas veces he llegado a creer que se trata de algún tipo de castigo, un experimento macabro o la prueba retorcida de un dios cruel. Las pocas personas que me he cruzado en el camino no se plantean tantas cosas. Simplemente recurren a frases hechas del estilo de: “La vida es así”. Lo cierto es que de alguna manera tienen razón. He valorado quitarme de en medio en más de una ocasión, aunque no sería nada fácil dada mi situación, pero el instinto de supervivencia me obliga siempre a seguir adelante. Lo único que se puede hacer en este ecosistema extraño es precisamente eso, seguir caminando hacia delante. Según voy torciendo esquinas, los pasajes anteriores se cierran encargándose de que no sea de otra forma. Cuando intento retroceder, los corredores que ya he pasado se han convertido en callejones sin salida. Sólo hay un axioma, una máxima inalterable, siempre hacia delante.

No hay puertas, tampoco ventanas, ni una mínima grieta o brecha por la que colarse, ningún resquicio que conecte con el exterior. Es por esto que deduzco que en realidad no hay nada al otro lado y que quizá las cosas que me encuentro en la travesía estaban ahí desde un principio. Un eterno deambular por conductos de diferentes tamaños, en eso consiste mi rutina. Lo que realmente ha ido minando mis esperanzas y destruyendo mi ánimo anulándome como persona, es el aburrimiento. Un pasillo tras otro, nada más que eso hora tras hora en estos largos años. La única decisión que tomo cada cierto tiempo es la de girar hacia la izquierda o hacia la derecha cuando el túnel de acero pulido y brillante se bifurca en dos direcciones opuestas. Ahí radica exclusivamente mi libertad. El resto es siempre lo mismo. Hace tiempo que decidí girar siempre hacia el mismo lado. Tras comprobar que a una distancia prudencial, ambos sentidos guardaban alimentos escondidos en algún recodo del camino y pequeñas galerías con colchones sobre los que acostarme, tomé la determinación de torcer solamente hacia la izquierda. Soy consciente de que no hay salida, pero algo me dice que ir cambiando de rumbo no ayudará a que la descubra si me equivoco. Ambas vías son iguales y ya no me torturo pensando lo que me estoy perdiendo en la otra posibilidad.

El aburrimiento me tiene literalmente embrutecido. Eso, y la implacable soledad. Grito, canto canciones absurdas, escupo, bailo, cago, me masturbo constantemente, golpeo las paredes frías del túnel hasta sangrar. Cualquier cosa que me saque de la tediosa inercia y la monotonía, pero sobre todo, el placer y el dolor entre ellas, me mantienen cuerdo y alerta. Mis tres encuentros fortuitos dentro de este mundo fueron las grandes sorpresas que consiguieron arrancarme de este estado de repetición, pero todas terminaron abruptamente. En tres ocasiones topé con un tercer pasadizo que se sumergía hacia el centro por en medio de los dos habituales, y las tres veces me adentré en él. Esas rutas intermedias ocultaban hombres igual de perdidos y desesperados que yo. Fue al cruzarme con ellos cuando tuve que presentarme, y cuando del inconsciente extraje un recuerdo olvidado, un nombre que no me decía nada pero que parecía importante: “Peter”.

Aquiles fue el primero. Así dijo que se llamaba. Un nombre absurdo, pensé. Ni siquiera sabía cómo comportarme, cómo hablar, cómo relacionarme. Fue el mejor de todos ellos pero quizá no estábamos preparados todavía. Me costaba hablar con naturalidad después de tanto aislamiento. A pesar de todo, estaba emocionado, entusiasmado con la idea de compartir aquella odisea. Él andaba demasiado deprisa, me observaba con recelo, como si desconfiara, no solía contestarme en seguida y nunca se dormía hasta que yo no lo había hecho. En general, era un hombre de pocas palabras, como si se hubiera olvidado de hablar con el paso de los años, como si de no usar el lenguaje, se le hubiera extinguido. Al final, terminé por no comunicarme con él. Me di cuenta de que la inseguridad, el miedo y las suspicacias, eran como un pequeño germen que se instala en el corazón del ser humano y no deja de crecer, y de que la única manera de convivir y compartir el viaje juntos era olvidarnos de aquellos temores, hablar de todo sin tapujos y confiar el uno en el otro. La lealtad y la fidelidad eran requisitos indispensables para no romper nuestra pequeña alianza, pero él no estaba dispuesto a ceder ni un milímetro. Se había rodeado de una coraza inquebrantable y no conseguía llegar hasta él. Ningún tema de los que sacaba a colación lo conmovía, como si esa chispa de susceptibilidad se hubiera transformado con el tiempo en una obsesión inconsciente, difícil de controlar, igual que sucede con los traumas que uno experimenta en la infancia y luego permanecen como un estigma por el resto de la vida. Una mañana me levanté y ya no estaba. Se había marchado. A partir de ese momento, cuando llegaba a las grutas donde debía haber comida, me encontraba sólo los restos y unas cuantas migajas. Aquiles arrasaba a su paso como si quisiera matarme de hambre, a mí y a cualquiera que quisiera alcanzarle. Tuve que abandonar los corredores de ese lado y dirigirme hacia la derecha.

Mi segunda incursión en uno de los pasillos centrales me llevó hasta Losif, un auténtico hijo de puta peligroso que me hizo insoportables los siguientes viajes. Se aprovechó de mi carácter laxo y vulnerable, y cuando quise revelarme y corregir mi actitud, me lo hizo pagar caro. No se limitaba a no compartir los alimentos u obligarme a dormir en el suelo. Disfrutaba maltratándome, y no tenía ninguna posibilidad de resistirme porque era mucho más fuerte que yo. Mi única salida era huir o matarlo, pero solamente fui capaz de decidirme con determinación el día que me violó. Ya me había sometido a diversas vejaciones, pero ese día superó el umbral de lo que un ser humano puede tolerar. Yo no paraba de preguntarme cómo podía alguien divertirse y deleitarse con el dolor y el sufrimiento ajeno. No voy a enumerar ni describir las múltiples formas de hacerme daño que se le ocurrieron para no herir la sensibilidad de nadie, pero fueron muchas y verdaderamente creativas. Carecía por completo de compasión o empatía. Me di cuenta de que lo que ocurría es que se había deshumanizado, o de que quizá, cualquiera, en ausencia de estímulos externos y sometido a circunstancias extremas, podía convertirse en un monstruo. Al imaginar los cientos de maneras de vengarme de él, comprendí que yo tampoco era una excepción, y que quizá el ser humano era perverso por naturaleza, que si culminaba cualquiera de esas venganzas me convertiría en un monstruo igual que él. Hay actos que suponen para un hombre lo mismo que este lugar, un viaje sin retorno. Finalmente conseguí escapar mientras dormía, torciendo un recodo mientras el conducto se estrechaba y se cerraba finalmente sin que lograra alcanzarme. Sólo escuché su chillido de rabia. Si volvía a encontrarme con él sería el fin, así que volví a cambiar el rumbo hacia los túneles de la izquierda.

La tercera vez que me crucé con uno de esos pasos intermedios, dudé si internarme de nuevo. Después de un rato llegué a la conclusión de que cualquier experiencia que me sacara de la rutina, por muy nefasta que fuera, era mejor que seguir vagando solo por aquella ruta estéril. No tardé en toparme con otro desgraciado preso de aquel laberinto que nos ponía a prueba diariamente. Dijo que se llamaba Mathieu, y desde el primer instante se mostró receptivo y entusiasmado con la idea de continuar acompañado. Al contrario que en mis dos incidentes anteriores, mi nueva pareja de peregrinación era amable y sociable, extrovertido, accesible e incluso afectuoso desde el principio, sin apenas conocernos, como si tuviera una necesidad casi biológica de relacionarse con quien fuera, con cierta ingenuidad, como si su carácter no tuviera esquinas. El problema era que no dejaba de hablar. Se pasaba las horas parloteando sin parar, y aunque trataba de prestar atención, alternaba los temas y mezclaba las historias de tal forma que resultaba imposible seguirle y me acababa agobiando, como si con tanta cháchara absorbiese el escaso oxígeno de los pasillos y me costara respirar. Mathieu era tan complaciente que no hacía nada sin consultarme y demostró ser tan sumiso, que aproveché para afrontarlo todo, y cuando digo todo, es todo, a mi manera. Lamentablemente, no llegué a sentir nada a su lado, y el hastío que me producía su compañía fue incrementándose hasta niveles intolerables. Fue cuando comprendí que nunca llegaría a entablar una relación sentimental o familiar con él por muy aburrido y desesperado que estuviera, y que a veces, era mejor estar solo que mal acompañado. No bastaba con que la otra persona fuera afable y estuviera dispuesta a obedecerte y hacer las cosas a tu manera, hacía falta algo más, una conexión, una afinidad tácita, un feeling. Ni siquiera realmente compenetrados sería fácil la convivencia dada la coyuntura, pero odiando sus conductas como yo lo hacía, sería imposible. Terminé por abandonarlo.

Hace mucho de aquellas anécdotas, tanto que casi ni me acuerdo, y no he vuelto a encontrarme con nadie, ni con otro de esos pasillos intermedios, nunca hasta ahora. Pero mi conflicto no termina aquí, ya que en el corredor de la derecha asoma una luz que nunca había percibido, una luz blanca e intensa que no se parece en nada a los reflectores anaranjados que iluminan el complejo. Todo apunta a que la luz proviene de otro lugar, el exterior quizá, o que aquel tramo del túnel desemboca en un espacio que no tiene nada que ver con esta maldita madriguera. Si avanzo en esa dirección el corredor pronto colapsará a mi espalda sin darme opción a retroceder. Estoy a punto de rendirme a la evidencia de que ese camino es mi única opción sea cual sea el destino que me depare, cuando detecto un sonido en la vía de en medio, una especie de sollozo en una voz aguda y delicada, un lamento de mujer, no hay duda. Hace mucho que dejé de llorar mi mala fortuna, así que oír a otra persona haciéndolo me estremece. ¿Qué debo hacer? La reclusión, el aislamiento prolongado, y la serie interminable de barbaridades en las que me he visto envuelto, no han conseguido arrancarme del todo el sentido de la justicia y el sentimiento de culpa. Mi máxima a lo largo de estos años ha sido siempre la misma: “Sigue hacia delante y no hagas daño a los demás”. También se puede pecar por omisión. Abandonar a esa persona que pide auxilio es lo mismo que herirla. Por otro lado, asomarme sin perder de vista la ele que forma ese tramo que se trifurca seguramente no cerrará las opciones a mi espalda, por lo que finalmente avanzo convencido de que nada más verla sabré si merece mi ayuda o no. Me quedo estático y sin aliento al toparme con una joven aproximadamente de mi edad, con el cabello moreno, muy largo, sucio y enmarañado, prácticamente medio desnuda con harapos, los ojos de un color verde brillante que no he visto jamás, llorosos, trémulos, suplicantes. Su mirada me anula por completo y casi me olvido de que estoy encerrado aquí dentro. Me pregunto si un iris es capaz de volverse fosforescente como consecuencia de una exposición prolongada a la oscuridad.

- ¿Cómo te llamas?- consigo articular al fin, y la voz se me quiebra por un instante.
- Daniela- me responde con un timbre dulce y desconocido.

Y es en ese momento cuando muero de amor sin ni siquiera saber exactamente qué es eso, y todo mi pesado y trágico peregrinaje y mi insignificante existencia cobran sentido de repente. No sé lo que hay ahí fuera. Puede que el mundo sea un desierto yermo e inhabitable, me sugestiono. Toda una vida en libertad sería un suplicio acordándome de estos ojos, imaginando dónde estará esta mujer o lo que podría haber sucedido. Poco importa que las cosas no salgan como espero. Las vísceras deciden y dirigen sin dejar espacio a lo humano, por lo menos en los segundos cruciales y definitivos. Una vida entera encerrado a su lado será como un breve suspiro en el tiempo. Avanzo por el túnel escuchando cómo el mecanismo que estrecha el conducto cruje y chirría a mi espalda. Cuando nos vemos solos, después de la estridente clausura y de que la luz regrese a sus tonos sombríos y apagados, en medio del silencio aplastante del laberinto, sin preocuparnos de lo que vendrá o de lo que podamos encontrarnos, Daniela y yo nos abrazamos.

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