PUERTAS Y VENTANAS (Texto y música: Noreste / Foto: Carolina Galiano)


                                                                           Noreste: Puertas y Ventanas

Yo tenía tan sólo diez años. No recuerdo muchas cosas de aquella época con exactitud. Son como imágenes vagas y difusas de pequeños acontecimientos sin importancia, sensaciones de aquel niño que fui y para el que cualquier experiencia resultaba nueva y contradictoria. Pero hay un suceso en concreto que no puedo olvidar. El momento en que tomé conciencia de que yo ocupaba un espacio y un tiempo específicos, de que podía jugar un papel en el orden y el equilibrio de las cosas que me rodeaban, de las causas y consecuencias que podía haber detrás de cualquiera de mis actos, de las grandes repercusiones que podían adquirir mis insignificantes decisiones, el momento en que tuve conciencia por primera vez de eso a lo que llaman "destino".

Mi padre había tenido un accidente de coche. Eso es lo único que me había dicho mi madre mientras me sacaba de la cama, me vestía con dificultad, colocándome las mangas del abrigo, el gorro y la bufanda con las manos temblorosas. Jamás había visto a mi madre así. Tenía el rostro más blanco que de costumbre, sudaba, y los ojos le brillaban más que nunca de un modo extraño. Lo que veía reflejado en su rostro era miedo, pero yo era muy pequeño y eso aún no lo sabía.

Bajamos precipitadamente a la calle. Mi madre me arrastraba del brazo sin darse cuenta de que con las zancadas que estaba dando me estaba obligando casi a correr para no caerme al suelo. 

Era pleno invierno, hacía mucho frío, y apenas si había amanecido. Llegamos a la calle principal del barrio, y me sorprendió que mi madre nos hiciera cruzar lejos del paso de cebra con el semáforo en verde para los coches. Cada uno de esos extraños comportamientos me iba poniendo más y más nervioso, sin duda, algo terrible había sucedido. No paraba de preguntarme para mis adentros si mi padre estaría bien, y posiblemente, ella se preguntaba lo mismo, o quizá sabía algo más, pues la habían llamado por teléfono para informarla.

Cada exhalación que salía de mi boca por encima de la bufanda se convertía automáticamente en una nube de vapor. A menudo me gustaba fingir que tenía un cigarro invisible entre mis dedos, hacer que fumaba y que ese vapor era el humo que echaba después de la calada, pero ahora no me apetecía jugar. Mi madre no dejaba de decir palabrotas que nunca le había escuchado y frases que no entendía, frases del estilo de: "Es que nunca encuentras uno cuando lo necesitas".

De repente, alzó la mano bruscamente y un taxi frenó en seco, torció hasta el arcén y paró frente a nosotros. Mi madre me metió en el asiento de atrás casi de un empujón, me abrochó el cinturón de seguridad y luego se sentó a mi lado. "Al hospital de la Moncloa, rápido por favor", fue cuanto dijo. "¿Pasa algo señora?", preguntó el taxista. Mi madre no respondió.

No podía dejar de observarla con los ojos muy abiertos. Miraba más allá de la ventanilla, se retorcía las manos y a ratos se mordía las uñas, se frotaba la frente, y se peinaba el pelo con compulsión. A ratos movía los labios como si estuviera diciendo algo pero yo no escuchaba nada.

Después de diez minutos, el vaivén del automóvil hizo que me entrara sueño. La calefacción estaba muy fuerte y como tenía calor me quité el gorro y la bufanda. Apoyé la cabeza en el cristal de la ventanilla de atrás. Siempre me había gustado echar el aliento en los cristales de los coches y dibujar cosas en la superficie empañada, para luego ver como iba desvaneciéndose lentamente como por arte de magia. 

Me llegó un leve susurro. Mi madre estaba murmurando algo, una pregunta que se repetía a sí misma una y otra vez, y que aguzando el oído, por fin llegué a comprender: "¿Qué pasará? ¿Qué pasará?".

Casi al mismo tiempo me vino un bostezo y me llenó la boca. En lugar de aguantarme, lo liberé contra la superficie de la ventanilla deliberadamente con la intención de empañarlo, pero cuando esto sucedió y alcé el dedo como para dibujar algo, descubrí una frase perfectamente escrita en la superficie, unas palabras torcidas que alguien había dibujado en algún momento impreciso antes que yo.

Entorné los ojos como si estuviera analizando uno de esos rompecabezas del colegio, y en seguida lo entendí. La frase decía: "Todo va a ir bien".

No podía creerlo, qué casualidad. Relacioné las dos cosas sin querer. Mi madre preguntándose qué pasaría y aquella coincidencia a modo de respuesta en el cristal. 

Cogí su mano. Ella me agarró con firmeza, me miró con preocupación y esbozó una sonrisa forzada. Dudé un instante, pero finalmente, le dije: "Todo va a ir bien", y mi voz sonó como la de un autómata, un loro que repite la lección, o más bien, como la de un brujo que pronuncia un sortilegio. Nada más escucharlo, mi madre suspiró profundamente, dejó caer una lágrima y me abrazó con fuerza.

Como si un desconocido hubiera acertado con su vaticinio, cuando llegamos al hospital, nos informaron de que mi padre evolucionaba satisfactoriamente, que podíamos ir a la habitación donde estaba ingresado, que nos estaba esperando, y la enfermera de la planta que nos recibió, simplemente se limitó a decir que todo iba a ir bien, lo cual casi me hizo soltar una carcajada.

Mi padre estaba perfectamente y se iba a recuperar. Cuando mi madre y yo nos disponíamos a coger el ascensor para bajar a la recepción y volver a casa después de dos horas que se me hicieron interminables, giré la cabeza hacia un lado porque algo me llamó la atención.

Una niña que debía tener aproximadamente mi edad estaba de rodillas en la fila de asientos de la sala de espera, acababa de empañar el cristal que tenía sobre su cabeza haciendo mucho ruido al exhalar el aire con fuerza, y con la mano muy estirada hacia arriba, había deslizado el dedo sobre la superficie para dibujar un corazón. Cuando se dio la vuelta y se sentó de golpe, lo primero que hizo fue darse cuenta de que alguien la había visto y me miró directamente a los ojos. Se me hizo un nudo en el estómago. Pensé que desviaría la mirada avergonzada, pero al contrario, me sonrió justo antes de que mi madre me catapultara al interior del ascensor tirando de la capucha de mi abrigo.

No pasa un sólo día en que no me acuerde de aquella niña, del corazón que pintó en el cristal, y de tanto fantasear con aquel recuerdo, casi he llegado a creerme la historia tal y como cientos de veces me ha apetecido recrearla, imaginándola en un taxi, escribiendo una frase sobre la ventanilla de atrás una mañana de invierno, una frase que quizá escuchó decir a su padre, una frase que otro podría descubrir más adelante, un mensaje secreto que contenía todo aquello que a cualquiera le vendría bien escuchar en cualquier momento, casi un deseo, que decía: "Todo va a ir bien".



                                                    

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