ETERNIDAD (Texto y música: Noreste / Foto: Nacho García López)



                                                                                        Noreste: Eternidad


Muchos años después, el destino, en el cual creía de algún modo sin tomármelo muy en serio, estaba a punto de jugar conmigo deslavazándome por completo.

Yo nunca me había enamorado a primera vista. Había tenido la oportunidad de compartir dos o tres historias de amor de esas en las que un chico conoce a una chica y una chica conoce a un chico, en las que ambos van estrechando lazos sentimentales por el mero hecho de admirar las virtudes y acostumbrarse a los defectos del otro respectivamente. Sin embargo, a casi todo el mundo le había sucedido alguna vez en sus vidas, incluso dos de mis mejores amigos habían experimentado uno de esos instantes en los que la química, la electricidad, el magnetismo y la casualidad obraban por encima de otras consideraciones.

Aquella noche, cuando entré en aquel bar en el que siempre quedábamos para empezar la fiesta, lo hice sin ganas, y todo a mi alrededor sugería otra de aquellas veladas insulsas en las que mis amigos y yo bebíamos, conversábamos y hacíamos todas las idioteces que se nos ocurrían por puro entretenimiento, sin embargo, algo en mi cabeza me tenía revuelto y cansado. Recordaba esas historias de amor tan extraordinarias en las que mis amigos Pablo y Alex se habían visto envueltos, y apoyado en la barra, jugueteando con los hielos de la copa de whisky que estaba a punto de terminarme, me preguntaba por qué a mí no me había sucedido nada parecido.

Permitidme que os las cuente brevemente, tal y como ellos me las contaron a mí:

" Alex acababa de cerrar una etapa convulsa de seis meses dentro de una relación de ocho años, en la que todo parecía ir bien pero en la que nada era lo que parecía. Seis meses compartiendo piso junto a su novia de toda la vida habían bastado para vislumbrar la mentira en la que había estado inmerso, en cientos de detalles que no encajaban, contradicciones en las que no había reparado aunque siempre habían estado allí, sospechas que cuando trataba de contrastar con ella le hacían aparecer como un loco que se lo inventaba todo, un paranoico que veía cosas raras, espejismos incómodos que en realidad no existían.

Pero claro que pasaba algo. La intuición no suele fallar en estos casos. Demasiado tiempo al lado de una persona para no identificar el menor indicio de una mentira que llevaba prolongándose mucho tiempo.

Y fue aquella noche, al colocarle entre la espada y la pared, cuando la verdad salió por fin a la luz entre lágrimas de arrepentimiento y gritos de rabia. Sólo hizo falta una frase para que todo estallara. Una frase: "Por favor, no me mientas, tu no estás enamorada de mí, nunca lo has estado y yo no me merezco esto", y de repente, por alguna razón, quizá porque sencillamente había llegado el momento, ella confesó toda una serie de infidelidades, un sin fin de faltas de respeto y una carencia absoluta de lealtad.

A Alex lo único que le había dolido había sido que le mintieran. Las circunstancias que envuelven la relación de dos personas que se quieren no tenían importancia para él, pero que en el fondo no le quisieran o le mintieran, era una cuchillada que nunca dejaría de sangrar.

Su novia recogió las pocas cosas que parecían importarle dentro de aquella casa, seleccionándolas rápidamente como si estuviera desalojando el edificio en medio de un incendio, las metió en una mochila, y salió por la puerta. Él podía haber pasado la peor noche de su vida nadando entre interrogantes que nunca obtendrían respuesta, pero algo más inmediato iba a ocupar repentinamente toda su atención, algo tan exagerado, que anularía otras consideraciones por el momento, del mismo modo que una quemadura en un dedo hace que te olvides de una jaqueca.

Llevaba dos horas dándole vueltas al asunto, tumbado en la cama, sin intención de dormir, de un lado a otro del colchón, buscando siempre la parte fresca de las sábanas y la almohada.

Después de valorar todas las opciones, maldiciendo a su novia, llorando sin parar, con dificultad para respirar, diseñando planes a corto plazo, intentando adivinar como sería todo a partir de entonces, la sensación más fuerte de todas le paralizó de pronto. Acurrucado en su lado de la cama, la echó profundamente de menos, y casi sintió ese otro cuerpo cálido muy cerca de él. El sentimiento de pérdida, la ausencia y el recuerdo, eran tan intensos, que ni siquiera escuchó el crujido cada vez más ruidoso de la madera. 

Fue entonces cuando conoció a la mujer de su vida, fue entonces cuando se enamoró a primera vista.                                      

No sabía nada de arquitectura, bastante poco de materiales de construcción, pero era licenciado en física, se había especializado en cuántica, se había doctorado con una tesis sobre cuerdas, y trabajaba en el centro superior de investigaciones científicas, y por tanto, sabía que algo como aquello era muy extraño, algo así, simplemente no sucedía, solamente era factible en la ficción.

Cuando la pared del fondo de la habitación comenzó a resquebrajarse, ya era demasiado tarde. Se incorporó bruscamente, sintió un temblor y seguidamente una fuerte explosión. Cerró los ojos, la habitación se llenó de polvo y el suelo se derrumbó inclinándose hacia un lado.

Un colapso inexplicable había catapultado solamente aquella parte de su casa hacia el piso inferior. 

Alex sintió la caída pero al parecer, fue una sensación muy breve. La cama había zozobrado entre los tablones del entarimado como un barco, él había rodado hasta caer por alguna grieta del suelo, dándose un par de golpes en la espalda y en la pierna, y finalmente había ido a parar a otra superficie blanda. Cuando el ruido cesó, sólo cuando llegó la calma, se atrevió a abrir los ojos de nuevo.

Entonces vio a Aida. Al parecer llevaba viviendo un año en aquella finca, pero era la primera vez que se cruzaba con ella, y también fue lo primero que vio tras el incidente.

Aquella habitación tenía una disposición muy parecida a la suya, y él estaba ahora tumbado en el mismo lugar en el que había estado hacía unos instantes deseando tener de nuevo a alguien a su lado, precisamente en el lado exacto de la cama desde el que ella le miraba con los ojos y la boca muy abiertos.

- ¿Te encuentras bien?_ murmuró angustiada.

Alex se miró de arriba a abajo. Estaba envuelto en polvo, le costaba respirar, y tenía una herida en la pierna que le había manchado el pijama de sangre, pero se encontraba perfectamente. Estaba un poco conmocionado pero no sentía ningún dolor y podía mover todos los dedos de las manos y los pies, aunque la impresión le había dejado en un estado en el cual aquel cuerpo maltrecho no le parecía el suyo.

- Creo que si_ respondió. Todo parecía una pesadilla, pero era real.

- ¿Confías en mi?_ fue lo siguiente que dijo. El asintió y no pudo reprimir una sonrisa nerviosa al venirle a la mente, de golpe, todo lo que había sucedido en una pocas horas. Aunque no habría sabido explicar por qué, y a pesar de que poco antes había jurado no confiar en nadie nunca más, no la había mentido. De verdad confiaba en ella. Nunca había sabido explicar bien el motivo.

- Pues… acompáñame, tenemos que salir de aquí_ dijo, y le tendió la mano. "

La historia de Pablo es aún más increíble, pero resulta que estas cosas suceden de verdad, prestad atención:

" Pablo cree en la magia tal y como creen los niños. La ve por todas partes como un motor invisible que mueve el retorcido universo en el que hemos nacido, se lo imagina como un manto abstracto de misteriosas coincidencias, y nada puede convencerle de lo contrario. Sabe que ciertas casualidades no suceden si uno no las desea con fuerza, y quizá por eso, una en concreto cambió su vida para siempre.

Vivía en una calle estrecha de adoquines que discurría por el corazón de la ciudad. Hacía unas semanas que se notaba extraño, como si hubiera estado incubando un virus, pero no acababa de ponerse enfermo, de hecho, al contrario, sentía cierto vigor al que no estaba acostumbrado. Salió a dar un paseo para consumir un poco de esa nueva energía que estaba acumulando, y después de varios bares, alguna tienda de ropa, una agencia de publicidad y dos locutorios, justo antes de dejar a la izquierda la escuela de música y el café frente a la iglesia, a la altura de la plaza, una farola de las que colgaban arqueadas como gárgolas de la sucia fachada de una de las fincas no reformadas del barrio, un pendón cuya bandera era una luz anaranjada que dejaba ver suavemente los contornos necesarios para no tropezar con un bolardo y dar de bruces contra el suelo, se encendió justo cuando pasaba por debajo, obligándolo a mirar hacia arriba con gesto circunspecto.

No dejaba de sorprenderse cuando la farola le saludaba cada noche a la misma hora en ese punto exacto al regresar del trabajo, porque lejos de incorporar aquel acontecimiento a sus rutinas, al instante siguiente se le olvidaba. Ese episodio luminoso, igual que cualquier otra casualidad de las que se habían cruzado alguna vez en su camino, podía haber permanecido sin que le diera mayor importancia, dedicándole simplemente una sonrisa, pero Alejandro no era así.

Fue posteriormente, al bajar la calle en compañía, que el accidente se repitió. Se preguntó entonces si sería él la causa de un fenómeno tan extraño, y compartió la anécdota con sus amigos, pero ellos no se habían dado cuenta y no tenían intención de prestarle atención. Encontró causas lógicas en fundamentos físicos gracias a un par de consultas que hizo en la biblioteca, también halló causas fantásticas basadas en los recursos de su imaginación, pero continuaba insatisfecho.

Finalmente, una noche en la que se había alejado de casa para cambiar de aires y tomar el fresco, en otro rincón distinto del barrio, otra farola se apagó justo cuando pasaba por debajo, y en aquella ocasión, al mirarla fijamente, la luz parpadeó. Al acercarse y tocar el poste con las manos, sintió un calambre, la farola se iluminó definitivamente, y al mismo tiempo, una idea se encendió en su cabeza. Agachó la cabeza, se rascó la barbilla, y descubrió un pedazo sucio de mapamundi pegado en la suela de uno de sus zapatos. De repente relacionó esos dos factores aislados por pura coincidencia, el mapa y la farola, “¡Un mapa de luces!”, gritó. Así comenzaban sus pequeñas locuras, bastaba que tuviese una revelación para que se dejase llevar por ella. Hacía años que miraba las cosas de otra manera, y desde entonces, no había parado de ver una detrás de otra, relacionadas entre sí como una cadena que lo unía todo o un montón de montañas rusas conectadas y entrelazadas entre sí. Procuraba no hacer esfuerzos por comprenderlo o encontrarle sentido, y se limitaba a disfrutarlo. 

Dedicó todas las noches durante dos semanas a peinar obsesivamente el centro de la ciudad, durmiendo una media de tres horas diarias que amargaron su carácter y le transformaron en un zombi. Justo cuando estaba a punto de desquiciarse, tirar la toalla y mandar sus fantasías directamente a la basura, otro hecho fortuito le impulsó a seguir buscando una respuesta. El cartel fluorescente de un bar se apagó cuando se disponía a entrar para ahogar sus penas, y comprendió que esa luz era la incógnita que le faltaba en la ecuación. Había dibujado meticulosamente en un mapa de la ciudad los puntos exactos en los cuales se había presentado el fenómeno de las farolas, sin embargo, aquellas marcas no eran mas que moscas zumbando en el entramado de callejuelas, señales inconexas que no seguían ningún patrón y estaban tan separadas unas de otras, que al unirlas de forma aleatoria, las figuras geométricas que dibujaba sobre el mapa resultaban absurdas, no significaban nada y no le llevaban a ningún sitio. Ahora, presentía que la clave de su error era que había escudriñado cada farola de la ciudad, pero había obviado un sin fin de luces más.

Aguantó otras dos semanas arrastrándose insomne por la cuadrícula de la ciudad. Se sabía de memoria los nombres de las calles, miraba los luminosos de todos los establecimientos, los anuncios de las marquesinas de autobús, los faros de los automóviles, los rojos y los verdes en los semáforos, y por supuesto, algunos se encendían o se apagaban, así que continuó la búsqueda con entusiasmo. Una noche miró fijamente la luna en el firmamento y por un instante imaginó que quizá se apagaría.

Otro motivo que alentó la locura en la que se había embarcado era que cada uno de los asteriscos que había ido señalando seguía sistemáticamente al anterior en cuatro puntos, trazando cuatro líneas rectas que tendían la una hacia la otra como si fuesen a confluir en algún sitio, y la excitación se apoderó de él cuando sentado en un parque se percató de que esas líneas formaban una equis perfecta que tachaba de lado a lado el mapa que había comprado hacía un mes y medio. Según aquella lógica extraña, ya sólo podía encontrar más luces que reaccionasen ante su presencia fuera de la ciudad o en un único punto situado en el centro neurálgico.

Estaba muy cerca, así que se dirigió despacio hacia ese lugar, muerto de miedo pero saboreando el triunfo, como quien se dispone a desenterrar un tesoro. Poco le importaba que aquella casualidad no significase nada en absoluto, y pensaba que la aventura había sido lo suficientemente emocionante como para hacer que lo cotidiano valiera la pena.

Todas las piezas del puzzle encajaban y todo tenía sentido para él cuando enfiló corriendo una de las rectas del esquema. Cada quinientos metros le saludaba una de las luces que durante esas semanas se había molestado en descubrir concienzudamente, encendiéndose o apagándose, y conforme se aproximaba al epicentro lo hacían en un espacio más corto. “Si no me hubiese desviado tanto al buscarlas habría tardado la mitad de tiempo”, pensó.

Alejandro estaba a doscientos metros de su destino y las luces pestañeaban una detrás de otra, de veinte en veinte pasos que eran aproximadamente los que separaban una luz de la siguiente. La diagonal que estaba recorriendo estaba en calma y también la plaza a la cual se dirigía irremediablemente. En frente, al otro lado de la plaza, otra calle, posiblemente, si sus cálculos no le fallaban, en la diagonal opuesta a la que estaba cabalgando, varias luces también daban fogonazos intermitentes.

Llegó a la pintoresca plaza al mismo tiempo que una chica. Los dos miraron alrededor con la misma mueca expectante, pero no había nadie, estaban solos, ella y él, tan confusos y emocionados que no acertaban a mover un músculo o articular palabra. Se colocaron muy cerca uno de otro mirándose a los ojos, y entonces sintieron como si les atravesara un rayo, como si un puñado de finos relámpagos partía de sus cuerpos y se enredaba en medio de los dos. 

Así es como él lo describe, y cuando lo hace, ella lo mira con una sonrisa indefinible. Lo cierto es que al parecer, casi no se hablaron, sin embargo, en seguida se besaron y no dejaron de hacerlo durante mucho tiempo." 

Bien, pues éstas son las dos historias más cercanas de cuantas he tenido la oportunidad de escuchar en los últimos años, y que conste que he escuchado muchas, quizá no tan extraordinarias o retorcidas, pero todas igualmente sorprendentes. Instantes de esos que cambian las vidas de las personas para siempre.

Yo llevaba tanto tiempo sin pareja y mis últimos escarceos habían resultado tan catastróficos, que no podía dejar de pensar en estas historias, así que decidido a no volver a distraerme en el objetivo de encontrar a mi puñetera media naranja, agarré la copa que tenía entre manos, brindé con el camarero por el amor verdadero y me bebí de un trago lo que me quedaba.

Fue entonces, antes de que pudiera terminarme la copa, cuando alguien me empujó y caí irremediablemente encima de una chica que acababa de llegar, pues  si no, seguramente me habría fijado en ella.

Cada vez que se me ha ocurrido preguntar a Alex qué es el amor a primera vista, él siempre ha respondido diciendo que es cuando un sólo segundo parece una eternidad. Al interrogar a Pablo sobre la misma cuestión, él siempre me ha asegurado que es fácil reconocerlo, pues sucede que si miras de cerca, no puedes dejar de mirar.

Pues bien, a mí me sucedieron ambas cosas en aquel momento. El bar se oscureció como si de pronto me hallara en el fondo del mar y el ambiente se volvió gelatinoso. La gente que nos rodeaba pareció formar un estrecho pasillo, y al otro lado de éste, el rostro de aquella chica se encendió como una luz en la oscuridad.

Es muy difícil de explicar. Escuché una música extraña en mis oídos, una música de campanas. Su rostro era lo más parecido al que yo siempre había soñado creyendo que no era real. El tiempo que duró nuestra breve conversación se volvió infinito. Se llamaba Ana, igual que mi abuela y mi madre, y todas las células de mi cuerpo apuntaban hacia ella, era su voz, cómo olía, cada una de las líneas que formaban su anatomía. Lo más misterioso es que yo sabía, de algún modo sabía, que ella estaba sintiendo algo muy parecido. Así es, me había enamorado a primera vista, pero tal como había aparecido, se desvaneció. 

La despedida fue muy corta, y con un hasta ahora sellamos el principio de una historia, porque una especie de desgarro en las tripas y un nudo en la garganta corroboraban el presentimiento de que aquel cruce era solamente el comienzo. Con unas cuantas frases nerviosas e incoherentes, en lugar del número de teléfono o la dirección, nos brindamos ciertas pistas acerca de nuestros respectivos itinerarios, y no es que quisieramos jugar o hacerlo interesante, era más profundo, de algún modo sabíamos que pronto, volveríamos a encontrarnos.

Cuando volví a la realidad, juro que pensé que lo había soñado. No era capaz de recordar su rostro con exactitud. No obstante, los amigos que me rodeaban pronto se abalanzaron sobre mí para preguntarme qué había sucedido, como si algo muy brillante hubiera captado su atención. Fue cuando comprendí que si ellos habían visto lo mismo que yo había visto, eso significaba que no me lo estaba inventando, que era real.

Al día siguiente me enfrenté a la rutina de un día cualquiera porque no me quedaba más remedio y no tuve tiempo para pensar, pero si para desear volver a verla en silencio. Digo yo que de nada me habría servido desearlo si ella no lo hubiera deseado también. Quizá simplemente tuve suerte, pero el caso es que nuestros deseos se encontraron en una calle poco transitada del centro. Alrededor de esa calle, la ciudad entera, el cielo y la tierra, parecían haber confabulado, iniciando una cadena de casualidades para alcanzar una sincronía perfecta:

Salí antes del trabajo porque los plomos se fundieron y nadie consiguió arreglarlo. Luego perdí el autobús porque me quedé hipnotizado con la melodía aflautada que un pobre talento callejero ejecutaba con copas de cristal de varias formas y tamaños. Opté por ir en metro para llegar a mi barrio lo antes posible por si acaso ella se había pasado por allí. Habían cortado un tramo largo de la línea debido a unas obras imprevistas en el túnel, así que tuve que dar un rodeo y realizar un par de transbordos para desembocar en la estación más cercana a mi casa.

Decidí que lo mejor sería dar un rodeo en lugar de seguir la línea recta. Pretendía torcer a la izquierda pero un golpe de viento me echó hacia atrás como si un fantasma lo empujase con violencia. Se puso a llover, y busqué refugio en un soportal.

Mientras ella bajaba y yo subía por la misma calle, por el mismo lado de la calle, nos encontramos. Nos reconocimos de soslayo pero pasamos de largo, nos dimos la vuelta y nos reconocimos de frente. Toda la escena duró menos de cinco minutos pero como llovía a cántaros terminamos empapados. Retrocedimos y nos encogimos del miedo de que hubiera sucedido una vez más, pero cuando fuimos conscientes de lo que eso significaba, no sé cómo explicarlo, pero nos lanzamos el uno encima del otro como animales. 

Fuimos a cobijarnos en mi casa, y finalmente llegó el momento de gloria. Acostados en mi cama de noventa hicimos el amor hasta la extenuación, casi sin comer y durmiendo muy poco, explorando, reconociéndonos despacio. Fue en una de nuestras interminables conversaciones, cuando la verdadera incógnita de la ecuación terminó de resolverse, dejándome completamente conmocionado.

Hablábamos de amor, ¿de qué si no? Y fue entonces cuando me contó que cuando era pequeña, tenía la manía de echar vaho sobre los cristales para dibujar lo primero que se le pasaba por la cabeza. Fue entonces cuando me habló de la primera vez que se había enamorado, la primera vez que un chico le gustó, la primera toma de contacto con esa sensación. Tenía tan sólo diez años, esperaba en la sala de espera de un hospital, dibujaba un corazón en un cristal, y de repente, un niño la miró.

El resto pueden imaginárselo perfectamente. Sencillamente añadiré que en aquel preciso instante, pensé: "es ella y no hay nadie más".
     

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