EL REFUGIO (Texto: Noreste / Ilustración: Roberto Rello)


Nunca volvió a ser el mismo después del accidente. Jorge había cambiado. La amnesia le había borrado hasta los recuerdos más insignificantes. Su trabajo, sus estudios universitarios, los nombres de sus amigos, sus itinerarios, lo que le gustaba y lo que aborrecía, incluso su propia identidad. Todo.

Poco a poco, no sin esfuerzo y grandes dosis de paciencia, logré que recordara pequeños detalles, cosas sin importancia, como que su plato favorito eran los macarrones con chorizo o que no soportaba el marisco, el número de la línea de autobús que conectaba su casa con la mía, cómo llevaba el pelo antes del accidente, en qué lado de la cama dormía cuando nos acostábamos juntos. Fue difícil, pero lentamente, fuimos consiguiéndolo. Era como un bebé al que hubiese que enseñárselo todo otra vez desde el principio.

Y siempre ponía esa cara de resignación, como el que no tiene más remedio que aceptar las cosas como le vienen, como un personaje ajeno a toda aquella historia, como un forastero en tierra extraña. Tal era su indiferencia frente a cualquiera de los descubrimientos de su anterior vida que yo le iba presentando concienzudamente, que en ocasiones lograba sacarme de mis casillas.

Era esa actitud ante el viaje que juntos realizábamos diariamente en retrospectiva por el paisaje de lo que había sido su vida, de la que por cierto, yo formaba una parte sustancial, lo que me hizo pensar, que quizá no estaba haciéndole recordar las cosas, sino convenciéndolo a la fuerza de lo que tenía que ser a partir de ahora, como si lo estuviera obligando por la fuerza a ser y existir como antes. Y fue realmente cuando me rendí, cuando tomé la decisión de que fuera lo que tuviera que ser, dejándole descubrir las cosas por si solo, tomando sus propias decisiones desde ese punto de partida, esa zona cero, cuando percibí un cambio en su carácter y en su estado de ánimo. 

Ahora lo comprendo, mientras escribo estos renglones a la luz de las velas, gracias a estos candelabros extravagantes que le dio por comprar en el rastro. Supongo que cuando dejamos de atosigarlo, fue cuando se relajó y pudo ser feliz aun dentro del olvido y de su propia ignorancia. Por fin comprendí que los que realmente sufríamos éramos nosotros.

Por fortuna, la indemnización del seguro era lo suficientemente generosa como para garantizarle una vida tranquila durante muchos años sin la necesidad de buscar un empleo y tener que desenvolverse cada día frente a un sin fin de obligaciones cotidianas. Sencillamente, su situación económica con respecto a antes del accidente, era una tabla de salvación que lo eximía de atender una lista de numerosas responsabilidades. No hacía falta que aprendiera muchas cosas si no quería. Es más, tenía la libertad de elegir qué quería aprender y quién quería ser a partir de ahora. 

Reconozco que el mayor bien que aquel dinero reportó, fue para mí y para su familia, y digo esto, porque después de muchos meses, no veía a Jorge preparado para enfrentarse a la realidad, lo cual nos habría obligado a cuidar de él como si fuera un discapacitado.

Hasta aquí, al margen del giro inesperado que habían dado nuestras vidas y del batacazo psicológico y moral que experimentamos después de los acontecimientos del último año, todo se desarrollaba con relativa normalidad, incluso según los parámetros médicos.

Nadie, ni siquiera yo misma, que me pasaba horas enteras observándolo, ninguno de los que le rodeábamos, nos habíamos percatado de lo verdaderamente preocupante: su nueva manera de mirar las cosas, con los ojos entornados como dos interrogantes, y el modo en que después se abstraía largo rato como si estuviera tomando decisiones importantes. Pues bien, después de haber sido testigo de todo lo que ha sucedido, he de reconocer que eso es exactamente lo que hacía. Creíamos que simplemente se ausentaba, perplejo, medio catatónico, durante diferentes períodos de tiempo, pero en realidad, lo que hacía, ahora lo sé, no era ni más ni menos que hacerse preguntas y tomar decisiones.

Todas y cada una de las excentricidades que puso en marcha y acabó por culminar en contra de nuestras críticas o recomendaciones, tenía una relación directa con aquellos pensamientos que lo sobrecogían. Solamente ahora lo veo claro. Cuando por fin se puso manos a la obra, cuando el período de letargo dio paso a la acción, él ya sabía perfectamente lo que quería aunque pareciera una locura.

Fue al cabo de unos meses después del alta que le dieron en el hospital cuando comenzó a fabricar lo que dio en llamar "El Refugio". La premisa era de lo más sencilla. No podía concebir que viviéramos todos juntos en un edificio tan alto, con tan poco espacio para todos los vecinos, en un barrio tan abarrotado del centro de la ciudad, donde, según sus propias palabras, uno debía siempre esperar a que los demás pasaran antes de entrar o salir de cualquier sitio.

- ¿Dónde vas?_ le pregunté al verlo salir de casa con una mochila llena de bultos.

- Al campo_ contestó. El Jorge locuaz, vehemente, elocuente y dicharachero que había conocido y del que me había enamorado hacía muchos años, había desaparecido. Ahora, nunca hablaba si no le preguntaban, y cuando respondía lo hacía siempre con fórmulas sobrias y escuetas.

- ¿Al campo?_ insistí como si fuera un psicólogo queriendo sacarle más información cucharada a cucharada. A esas alturas ya me había acosumbrado y lo hacía de manera instintiva.

- Si, he comprado una parcela en la sierra_ añadió sin inmutarse.

- ¿Que has comprado qué?_ pero no me dejó continuar.

- ¿Quieres acompañarme?_ dijo.

- Vaya, es todo un detalle.

Y como no sabía que decir ni que hacer, terminaba accediendo. Por lo menos contaba conmigo para sus planes, lo cual era un consuelo, pues lo que más me preocupaba era que hubiese dejado de gustarle. Sabía que ya no me consideraba su novia, por lo menos no del modo tradicional, pero si no hubiese querido compartir su vida conmigo me habría apartado de su lado como le había visto hacer con otras personas.

Ya en el coche, interrogándolo con cuidado, extraje el resto de las explicaciones. Llevaba unas semanas estudiando meticulosamente cómo construir una casa, y había comprado aquella parcela en medio del monte, cerca del bosque, para poner en práctica sus nuevos conocimientos. Yo pensaba que era absurdo, que nadie que no fuera arquitecto podía llevar a cabo una empresa de tal envergadura, y por supuesto, no sin la ayuda de un equipo especializado.

- Nadie hace eso hoy en día, si quieres contratamos a alguien_ se me ocurrió sugerirle.

- Ahí está el problema, nadie sabe construir una casa, me parece que es importante saber hacerlo, imprescindible.

- ¿Pero por qué? Tardarás muchísimo tiempo en conseguirlo, ¿qué piensas, hacerlo tú solo?_ no quise decirle lo que realmente pensaba, hacerle partícipe de mis verdaderos temores, los de que cualquier casa que él pudiera levantar, se derrumbaría al menor golpe de viento.

- Si, no será fácil, pero no tengo prisa, aprenderé de cada uno de mis errores. De todas formas, no te preocupes, no será una catedral, sólo una encantadora cabaña_ y juraría que lo vi sonreír al decir esto. Ya nunca sonreía.

¿Quién era yo para juzgarlo? No era ni el primero ni el último que  pretendía vivir sin modernidades, a la antigua usanza. Sin embargo, cada vez que decía que algo le parecía importante, a mi me parecía que aquella frase encerraba algo inquietante. Daba igual lo que le dijéramos, él siempre contestaba sucintamente con un "esto no puede ser".

Como cuando llegamos a la parcela y vi aquel barrizal lleno de maleza y arbustos en medio de ninguna parte, lejos del pueblo más próximo, en las lindes de un hayedo tan retorcido como hermoso. 

- Esto va en serio, ¿verdad?, ¿no te gustaría que nos compráramos una casa cerca de la playa?_ se me ocurrió decir no sin cierto sarcasmo.

- Hay un río por aquí cerca_ fue su enigmática respuesta, y añadió: "En la costa no puede ser, claro que no, sería peligroso no vivir en el interior"

- ¿Pero por qué?_ a veces me desesperaba.

- Es importante, será nuestro refugio_ y volvió a sonreír.

Los meses volaron y aunque Jorge pasaba los días enteros trabajando en la parcela, yo no apreciaba demasiados progresos cada vez que lo visitaba. Para colmo, sus ambiciones no acabaron ahí. Se trataba de un proceso sistemático, veía algo, le extrañaba profundamente, reflexionaba un rato, elaboraba una idea y la ponía en práctica:

Como el día que lo encontré en el baño, arrodillado, abriendo y cerrando el grifo del agua intermitentemente mientras observaba hipnotizado la corriente de agua que se colaba girando por el sumidero. "Esto no puede ser", se limitó a decir cuando le pregunté qué demonios estaba haciendo.

- ¿Qué es lo que no puede ser esta vez?_ dije irónicamente.

- Tanta agua todo el tiempo para todo el mundo.

La siguiente vez que fui a la parcela lo hallé cavando un agujero profundísimo no muy lejos de los dos muros de madera, ladrillo y hormigón que aún se erigían apuntalados como ruinas de lo que Jorge quería que llegara a ser una cabaña. Solamente se veía la pala sacando tierra desde dentro del agujero.

- ¿Se puede saber qué haces?_ tuve que gritar para que me oyera.

- Un pozo_ dijo tranquilamente, como si fuera lo más normal del mundo, y en seguida prosiguió con la excavación.

De repente, una serie innumerable de sucesos anecdóticos, las cosas más triviales, atraían su atención irremediablemente. Recapacitaba sobre asuntos que me parecían banales, les daba una importancia que no lograba comprender y con sus actos los hacía trascender hasta lo surrealista o absurdo.

Como aquel día que tuvo la deferencia de acompañarme al supermercado. Yo pensaba que me seguía de cerca, un paso por detrás de mí, pero cuando me di la vuelta en el pasillo de artículos de limpieza, había desaparecido. Joder, con Jorge la sensación fue la misma que el susto que se debe dar una madre cuando pierde a un niño en un centro comercial.

Tras poner en alerta al personal de seguridad, desde una de esas cámaras giratorias, lo localizamos en la sección de refrigerados, como un lunático, balanceándose como un zombi frente a las salchichas, los huevos, el queso, las verduras, con un paquete de bacon envasado al vacío entre las manos, incapaz de reaccionar. Le acaricié el pelo y acercándome a su oído, adiviné lo que estaba pensando y le susurré las palabras mágicas: "Esto no puede ser, ¿verdad?". No captó el chiste, y se limitó a asentir con la cabeza y a murmurar: "Exacto". 

No me extrañó en absoluto que la semana siguiente, Jorge estuviera dragando parte del terreno que había junto a la cabaña. Tenía la casa y el pozo a medias, y ya estaba arando un huerto. Pero si hasta había comprado un gallo y cinco gallinas. La premisa era de lo más encomiable y no me hizo falta preguntar esta vez, lo que Jorge pretendía era poder abastecerse por sus propios medios, sin depender de nada ni nadie más. Se había quedado tan conmocionado con toda esa comida prefabricada, enlatada, precintada al vacío y congelada que automáticamente se había propuesto convertirse de la noche a la mañana en agricultor y ganadero.

Mi desconfianza no disminuyó pero en el transcurso de aquel segundo año tras el accidente, la situación llegó a normalizarse y todos nos acostumbramos a aceptar las cosas tal y como eran ahora. Jorge terminó la casa, y vaya si la terminó. No me lo podía creer, realmente era una cabaña como las que podía haber visto en los cuentos, de madera y aspecto rústico, con un tejado en uve y una chimenea. En el huerto, las hileras de calabacines, lechugas, tomates, judías, patatas, y mucho más, ya habían empezado a dar los primeros brotes. Alrededor de la pequeña parcela, asomaban varios limoneros, un níspero, alguna acequia y un hermoso mango que dios sabe de donde se lo habían traído pero que proporcionada una refrescante sombra bajo su enorme copa en los días de verano. La pareja de cerdos habían tenido cuatro crías, y Jorge negoció con un pastor del pueblo para que su rebaño pastase a gusto por la zona a cambio de que lo abasteciera de lana, leche y queso dos o tres veces al año. A la entrada del camino empedrado que serpenteaba desde la parte baja de la ladera, justo donde Jorge había enclavado un poste con un cartel de bienvenida que dictaba "El Refugio", un par de caballos daban la bienvenida al visitante. La dos primeras ocasiones que probé a montar con él, fue un desastre y me moría de miedo, pero en seguida, dar paseos con él a lomos de aquellas dos esbeltas criaturas por el medio del bosque, se convirtió en una cita necesaria todos los fines de semana. Yo ansiaba terminar con mi jornada laboral los viernes a las tres de la tarde para salir huyendo de la ciudad hacia aquel rincón apartado donde Jorge siempre me recibía con los brazos abiertos.

Jorge ya no era el mismo, pero yo me había vuelto a enamorar de él, de su nueva perseverancia, su nobleza, su delicadeza, y bastantes rasgos que fueron abriéndose camino desde la nada de su amnesia y desde el vacío de su olvido. Él nunca exteriorizaba sus sentimientos, pero me sonreía, me abrazaba con fuerza, me cuidaba, me escuchaba, me respetaba, me echaba de menos, no podría explicar por qué lo sabía, pero lo sabía, y en las noches frías de invierno, los días de primavera y las calurosas tardes de verano, aprendió a amarme bajo las sábanas, en la hamaca del porche o incluso en el jardín. Y de pronto, después de casi tres años. nos descubrimos más felices de lo que habíamos sido nunca.

El mantenimiento diario de aquella finca lo traía ocupado doce horas diarias todos los días del año. Un trabajo duro que transformó su constitución, su piel y las palmas de sus manos. Aún así, no dejó de alimentar la fantasía de su refugio.

Tardó muchos meses más, pero bajo una trampilla que había en la parte de atrás de la cabaña, había excavado un auténtico búnker de esos de cemento que uno se imagina que debía proteger contra cualquier ataque nuclear en la época de la guerra fría. Yo lo descubrí por casualidad, un día que las gallinas y los patos se escaparon del corral y me afané en su búsqueda y captura torpemente, como si fuera una niña pequeña. No podía imaginar cómo había sido capaz de realizar unos trabajos de aquel calibre él solo en tan poco tiempo. Habían pasado sólo tres años.

- ¿Y esto?_ lo interrogué en referencia al refugio subterráneo.

- Es un sótano, sólo eso.

Pero yo sabía que me ocultaba algo. En cualquier caso, lo dejé pasar, ya que me daba igual cuáles fueran sus verdaderas intenciones. Y por supuesto, no volví a bajar a aquel reducto frío y oscuro de la parcela.

Todos y cada uno de los proyectos que había llevado a cabo guardaban una relación directa con algún instante de vulnerabilidad que Jorge había sentido tras el accidente. Conforme la conmoción fue diluyéndose en el paso del tiempo, fue abriendo su corazón y compartiendo sus inquietudes conmigo. El accidente había dejado un rastro imborrable en su inconsciencia, la huella de que todo podía cambiar o incluso acabarse en cualquier momento, una especie de hipersensibilidad para reconocer el peligro mucho antes de que sucediera, y lo único que había hecho había sido protegerse y fortalecerse frente a decenas de fragilidades que se le iban ocurriendo. Pero había algo más, lo presentía. 

Sólo cuando bebía más de la cuenta, o en la tierna debilidad en que se sumía después de hacer el amor, o cuando estaba demasiado ocupado para pensar en las respuestas que daba a mis preguntas, sólo en esos momentos esporádicos, dejaba escapar frases sueltas que me hacían vislumbrar el verdadero significado que ocultaba detrás de sus temores aparentemente infundados.

Como cuando se empeñaba en no tener teléfono, ni fijo en la casa, ni móvil para él, u ordenador, ni ningún elemento que sirviera para comunicarse con el exterior. Decía que no podía ser que estuviéramos localizados permanentemente, e insistía  en conservar férreamente el aislamiento en el que nos habíamos sumergido. Tampoco quiso que compráramos una televisión o una radio y me hablaba de un exceso de información que no podía ser, así de sencillo, como siempre, no podía ser y punto. Si tenía más argumentos para defender esas posturas extremas, no me los contaba, y de nada servía que intentase arrastrarlo a un punto intermedio intentando explicarle que no había nada de malo en escuchar música o ver una película de vez en cuando. Cuando me ponía muy pesada, me llevaba al pueblo o me acompañaba a la ciudad para ver cualquier espectáculo, cualquier cosa que yo quisiera, y de esa forma, daba por zanjado el asunto.  

Sólo comprendí las dimensiones de lo que habíamos fraguado en todos aquellos años cuando todo empezó a irse a la mierda.

Y vaya si se ha ido a la mierda. Escribo estas líneas siguiendo las recomendaciones de Jorge, que dice que es fundamental que me mantenga ocupada en algo. Ahora estamos encerrados en un refugio de verdad, aquél sótano húmedo y tétrico que imaginaba vacío o lleno de leña, pienso, cajas o yo que sé qué más artículos almacenados, en realidad había sido cuidadosamente dispuesto y organizado para vivir dentro durante una larga temporada sin problemas. Jorge había entarimado el suelo, las paredes estaban acolchadas e incluso adornadas con alguna estampa enmarcada que le pareció oportuna. Tenemos, y esto es especialmente paradójico, incluso tiene gracia, alimentos de sobra, pero éstos son todos envasados y enlatados, con amplias fechas de caducidad. Una canalización arrastra aguas profundas hasta una pequeña pila de piedra, y unas bombonas de gas nos proporcionan electricidad suficiente para cocinar, para iluminar la estancia y no pasar frío. Las estanterías que quedan libres están repletas de libros, revistas, juegos de mesa. En fin, estamos viviendo en un escondrijo ideal, y si no estuviera bajo tierra y pudiera ver la luz del sol, dadas las circunstancias, casi me parecería perfecto.

Todo ha sucedido muy deprisa. Cuando Jorge vino a buscarme al trabajo aquel aciago lunes de Agosto, no pude negarme a acompañarlo, ni siquiera me atreví a replicar. Nunca venía a la ciudad él solo en coche. Tenía la mirada enrojecida de urgencia. Sin duda, algo serio estaba pasando.

Pues bien, todavía faltaban unas horas para que todo estallase en cadena, pero hasta en eso, Jorge se adelantó. Ya de camino al Refugio, las noticias que transmitían por la radio eran desoladoras. Tsunamis por todas las regiones del mundo estaban anegando ciudades enteras y los gobiernos estaban desbordados. En realidad, esto solamente era el principio. Pasé el Martes y Miércoles pegada a un viejo transistor que Jorge rescató del desván de la cabaña.

Varios terremotos estaban desestabilizando el sistema geográfico, la gente se estaba volviendo loca. La violencia y el caos se había adueñado de países enteros. A mi me resultaba increíble asomarme al porche de la cabaña y no escuchar ni un ruido. En el Refugio todo estaba en calma, se veían todas las estrellas en el firmamento y los grillos seguían silbando. Las escenas que describían por la radio, desde aquel rincón de la montaña donde nos hallábamos, parecían más una novela de ciencia ficción radiada por capítulos, las entregas de una historia apocalíptica, más que la pura realidad. Ni que decir tiene que me alegraba de estar allí y no comprobarlo.

El Jueves sólo sintonicé dos diales de nuestra ciudad, sólo emitieron en dos franjas horarias, y los informativos describían como podían una situación que no terminé de entender del todo. La gente de nuestra ciudad estaba muriendo muy rápidamente por culpa de un virus fulminante que había en el agua, y los que misteriosamente no se veían afectados, estaban cayendo como moscas por culpa de diversas intoxicaciones. Yo se lo decía a Jorge, aquello no podía ser, tenía que ser la guerra, un complot para acabar con nosotros, hasta pensé que quizá fueran extraterrestres. Había visto muchas películas, pero aquello estaba sucediendo de verdad. ¿Cómo podían concatenarse tantas desgracias seguidas? ¿Cómo podían mezclarse aquellos desastres naturales y aquellas crisis civiles? Todo aquello parecía un ataque para acabar con el mundo, pero nadie tenía el control hegemónico sobre el planeta para terminar con la vida incidiendo sobre tantos flancos. Nadie, excepto Dios, o mejor dicho, el Diablo mismo.

Mi imaginación no para de dar vueltas. Todo lo que se me ocurren son gilipolleces sin sentido. Jorge aplaca mis neurosis y mis paranioas recordándome que sea lo que sea, a nosotros no nos va a afectar. Ninguno de los dos tenemos familia, pero no puedo dejar de pensar en las decenas de amigos y compañeros que han quedado en la ciudad. No puedo conciliar el sueño. Jorge dedica todos los minutos del día y de la noche a cuidar de mí. 

El viernes ni siquiera hizo falta escuchar el noticiario. La luz del sol que se filtró por las ventanas no era ni de cerca el caluroso albor de verano al que estábamos acostumbrados, sino un rayo abrasador que nos quemaba con sólo rozarnos. Juro que el paisaje era blanco. Vestidos de arriba a abajo como si fuera invierno, con capucha, bufanda y gafas de sol, salimos fuera y corrimos a refugiarnos en el sótano en el que ahora estamos. Las plantas del huerto y los árboles se estaban marchitando por segundos, eso es lo único que divisé en un único vistazo fugaz alrededor nuestro. 

La última información que conectamos desde el transistor conjeturaba sobre un cese de la rotación de la Tierra, pero también sobre una tormenta solar o algo así. El sol había escupido una lengua de fuego que se aproximaba a nuestro planeta y a nosotros nos había tocado justo en el lado malo de las veinticuatro horas, aquel lado en el que era de día. Muchos, los otros, según susurró Jorge aunque no le entendí, también morirían, y cuando le pregunté cómo, respondió que congelados.

A partir de aquel día, el altavoz de la radio, sólo captó ruido e interferencias.

Llevamos dos semanas encerrados en el Refugio. No puedo más. Así no se puede vivir. Si realmente hemos sido testigos del fin del mundo, quizá deberíamos habernos muerto con él. Ésta es la idea que más me obsesiona, pero no quiero compartirla con Jorge. Él no parece tan afectado, es como si supiera de algún modo que todo va a ir bien, que saldremos de ésta y todo volverá a empezar.

Antes del fin del mundo, Jorge miraba los edificios inclinando la cabeza hacia arriba, se quedaba paralizado observándolos desde la calle y decía que no podía ser, como tampoco podía concebir las multitudes. Jorge miraba el agua corriente y los alimentos envasados, veía detrás todo un entramado muy frágil, peligroso, fácil de romperse como él mismo ha definido estos últimos días.

Ahora sé que Jorge vio una luz durante los tres días que permaneció en coma en el hospital. Ahora sé que Jorge tenía presagios, visiones, qué se yo, él nunca lo ha reconocido, y cuando se lo digo, todavía sonríe y me asegura que simplemente se dejó llevar por el más vulgar sentido común. Lo que si dice, es que admira la alegría y el optimismo como rasgos de la humanidad, pero que en lo tiempos que corrían, no podía entender a la gente que no mirara el mundo con pesimismo y no se prepara para lo peor en consecuencia.

Ayer salimos del búnker. Jorge salió primero y me aseguró que no había peligro. Yo creo todo lo que dice Jorge.

No quiero imaginarme lo que nos vamos a encontrar a partir de ahora. Incluso nuestro Refugio se ha ido a la mierda, pero Jorge, de entre todas las personas que hayan podido sobrevivir y hayan quedado varadas por este mundo deshecho después de esta hecatombe que ha durado dos semanas, será de los pocos que estarán preparados para sobrevivir no sin esfuerzo, fundamentalmente porque lleva años preparándose para algo así. ¿Quién sabe construir una casa con sus propias manos? ¿Quién sabe cultivar todo tipo de hortalizas? ¿Quién sabe guiar al ganado? ¿Quién puede vivir sin la ayuda de los demás, aislado de cualquier comunidad? ¿Quién, sin toda esa tecnología a la que nos habíamos acostumbrado? ¿Quién podía imaginarse que esto podía suceder y además acometer la loca empresa de salvarse?

Incluso el Refugio se ha ido al carajo. El paisaje es desolador, los dos caballos yacen muertos y descompuestos en mitad del monte. He llorado de seguido más que en toda mi vida y nada puede consolarme. La cabaña sigue en pie y el gallo, superviviente desde el fondo más oscuro del corral, ha cacareado para dar la bienvenida a un nuevo día. Jorge dice que todo va a ir bien, y no para de repetir una frase que leyó en un libro de poemas: "Respirar es lo más parecido a volar".

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