Nunca había
tenido verdaderos motivos para desconfiar de las personas, sin embargo, a lo
largo de su vida se había aislado paulatinamente del resto y se relacionaba lo
justo y necesario para pedir un café, hacer la compra en el mercado y pagar los
recibos en el banco. Pasaba la mayoría de los días encerrado en casa con
rutinas idóneas para combatir la soledad desde la mesa de su habitación sin dar
explicaciones a nadie. Sus cotidianidades lo estaban volviendo loco, pero no
tenía el valor de enfrentarse a sus temores. Creía que el género humano y la
sociedad moderna seguían incurriendo en los mismos errores del pasado. La
comunicación le parecía algo imperfecto y la infinidad de cortocircuitos que se
producían para llegar al mutuo entendimiento le hartaban. El esfuerzo de
entablar conversación con desconocidos le provocaba una desidia y una pereza
desproporcionada. La ciudad era para él como un conjunto de pequeños universos
que no paraban de chocarse. Terminó por convencerse de que el mundo no era un
lugar hermoso.
Le gustaba gastar
las horas en silencio rodeado de libros. Un día estaba ojeando unos volúmenes
de Historia en la librería de su barrio cuando un pequeño cuaderno le cayó de
canto en la cabeza. Se agachó y lo recogió del suelo. Era un libro estrecho y
pequeño con las hojas amarillentas. Parecía muy antiguo. Miró hacia la pasarela
de arriba pero no vio a nadie. En las estanterías, las colecciones seguían
colocadas en su sitio. Lo abrió y metió la nariz en medio porque le encantaba
el olor de los libros. Leyó un párrafo al azar y comprobó con asombro que
estaba extraordinariamente escrito aunque no sabía de qué hablaba. Lo cerró y
miró el título en la portada: “La historia que sólo se cuenta una vez”, y le
pareció infantil pero interesante. Cuando se lo mostró al librero para
comprarlo, éste le dijo que no tenía constancia de aquella novela en los
archivos, y que probablemente se le había caído a alguien. Con la excusa de
devolverlo, entró de nuevo, pero a mitad de camino se arrepintió y se lo guardó
en el bolsillo, saliendo posteriormente sin despedirse.
Se preparó algo
de comer y se sentó en el sillón de su casa. Cogió el extraño libro que el
destino le había tirado a la cabeza, y se percató de que la portada había
desaparecido, como si la tapa blanda donde estaba escrito el título hubiera
sido arrancada. Miró en el bolsillo del abrigo y por el suelo de la habitación
pero no la encontró, así que comenzó a leer sin dar demasiada importancia al
suceso. Era magnífico. Cada línea estaba escrita con un gusto exquisito. Los párrafos
invitaban a ser leídos despacio. Cada frase encerraba muchísima información
aunque estaba redactado con un estilo espontáneo y sencillo. Cuando terminó con
aquella primera página que curiosamente coincidía con el primer capítulo,
rebuscó alguna referencia del autor en el interior y en la contraportada pero
no halló ninguna pista que le ayudara a desvelar su identidad. Cuando quiso
retomar la lectura se dio cuenta con sobresalto de que el capítulo que acababa
de leer también había desaparecido, y para continuar no tenía que pasar la página
sino empezar otra vez desde el principio con el libro cerrado. Era cosa de
brujería; estaba asustado. Puso a prueba sus percepciones con un experimento. Abordó
el segundo capítulo deleitándose con el argumento y los personajes. Aquellos
dos primeros capítulos parecían tener relación pero no tenían nada que ver uno
con otro. Desde luego era un comienzo insólito, el comienzo de una obra
maestra. Cuando acabó, pasó la página muy lentamente, procurando no distraerse,
y al abrir la hoja completamente, observó anonadado cómo ésta se deshacía entre
los dedos de su mano izquierda hasta convertirse en un polvo finísimo. Se había
evaporado delante de sus ojos. Estaba temblando. Agarró el abrigo y salió de
casa corriendo con el libro entre las manos. Lo que más miedo le daba es que lo
que había visto era imposible.
Dejó de correr
porque estaba agotado. Respirando con dificultad se sentó en un banco de la
plaza. Alrededor todo parecía normal. Se serenó pensando que simplemente había
sufrido una alucinación, y soltó una carcajada nerviosa por haber sido tan estúpido.
Tenía el libro delante y lo miraba con recelo. La gente cruzaba al lado de él,
algunos vigilaban a sus hijos, que se divertían en el parque infantil, otros
habían sacado a pasear a sus perros, unos adolescentes se besaban tumbados en
la hierba. Con toda aquella algarabía, rodeado de personas, se sintió más cómodo
y seguro que en su casa, lo cual era bastante extraño, pero pensó que la
situación que acababa de experimentar también lo era. Aspiró profundamente y
decidió enfrentarse otra vez al fenómeno. Sonrió pensando que en el fondo
deseaba con todas sus fuerzas continuar leyendo aquel libro asombroso. Deslizó
la mirada por las frases del tercer capítulo y quedó involuntariamente atrapado
por la historia una vez más. La narración jugaba con su imaginación de un modo
sorprendente, describiendo un mundo de ficción con paisajes engañosos que de
alguna manera él sabía que existían de verdad, relatando acontecimientos inconcebibles
que su intuición le avisaba de que habían sucedido realmente, desarrollando una
fantasía inaudita que tampoco se trataba de una invención. Giró la página con
la mano trémula y una esperanza encendida como una llama en sus pupilas, pero
al extenderla totalmente volvió a suceder lo mismo y el papel se desvaneció
como por arte de magia. Chilló y lanzó el libro contra la arena del parque,
unos cuantos metros por delante de él. Algunos de los presentes se quedaron mirándole
con desaprobación, pero uno de los niños dejó de columpiarse y se acercó al
libro. Cuando el ambiente volvió a la normalidad, el niño, que había recogido
el libro, se aproximó y se lo ofreció estirando los brazos. Entonces, tuvo la súbita
idea de rebasar una cuarta página delante de alguien para comprobar si lo que
estaba experimentando eran imaginaciones suyas.
- Espera, no te vayas, observa…_ le susurró
al niño.
Delante de él
pasó esa cuarta página, que por supuesto, era la primera porque las demás habían
desaparecido, pero no ocurrió nada, la hoja seguía allí y el niño lo miraba
estupefacto. Por un momento pensó que habría sido una lástima verla desaparecer
sin siquiera haberla leído, y que quizá ésa era la causa de que no hubiera
sucedido. La prueba no había concluido todavía.
- Te voy a leer un cuento…
El niño no mostró
ningún interés, pero se quedó a pesar de todo. La chica que cuidaba del chaval
se acercó para llamar su atención, pero al ver lo que estaba sucediendo,
permaneció a su lado, aguardando en silencio.
Mientras leía,
el relato le absorbió de tal manera que se olvidó de su pequeño espectador y no
tardó mucho en llegar al punto final de ese capítulo. Sin levantar la vista,
pasó la página desplazándola suavemente con dos dedos y al girar la hoja, un
golpe de viento se la llevó mientras se esfumaba en el aire. Alzó la mirada
bruscamente. La muchacha estaba desconcertada y tenía las cejas arqueadas hacia
arriba.
- Guau, ¿cómo lo has hecho?_ preguntó el niño.
Eso demostraba
que ellos también lo habían visto. Se incorporó y se alejó de la plaza sin
decir nada, se metió en un café repleto de gente, y con el bullicio de las conversaciones
se sintió más seguro. Sospechaba que su patología iría en aumento si se quedaba
solo. Pidió una cerveza y se la bebió de un trago, luego encendió un pitillo. Cuando
estuvo más calmado, recordó cómo el niño había presenciado el prodigio, lo cual
significaba que no era un lunático y que su razón estaba intacta. Mirando con
escrúpulo el quinto capítulo que ahora era la portada, se convenció finalmente
de que simplemente estaba siendo testigo de un acontecimiento mágico. Siendo
joven habría deseado que le sucedieran cosas asombrosas de ese estilo, sin
embargo, ahora estaba siendo partícipe de un hecho realmente maravilloso, casi
como ser visitado por extraterrestres, contactar con fantasmas o desarrollar un
superpoder. Se sentía como el elegido de una novela épica. Aquel descubrimiento
estaba sucediendo de verdad, y por un instante le entristeció no tener a nadie
con quien compartirlo.
Por fin se hizo
cargo de la responsabilidad del milagro que le habían otorgado, salió del bar y
se sentó en el rellano de la acera con el libro entre las manos. Podía
guardarlo en su casa como un tesoro o lograr popularidad y prestigio divulgando
el portento. En seguida desechó las dos opciones, ya que no aguantaría ni un
minuto la intriga de examinar el libro y devorar la historia. Decidió
concentrarse exclusivamente en ese objetivo. Regresó a casa, cerró con llave,
descolgó el teléfono y se acurrucó debajo del flexo. No quería interrupciones. Leyó
el quinto capítulo como si lo estuviera viviendo, con la reiterada sensación de
que el argumento le sonaba de algo, pero consciente de que no lo había leído
antes. Sin duda se trataba de la mejor novela que había caído en sus manos a lo
largo de su vida. Como con anterioridad, giró la página para continuar con el
capítulo siguiente y observó con resignación como se volatilizaba.
No tenía los
datos de la editorial ni del autor pero pensó que seguramente un libro que
desaparecía según se leía debía ser un ejemplar único. Por otra parte,
reflexionando unos minutos se dio cuenta de que sería la única vez que lo leería.
Automáticamente se acordó del título de la portada, “La historia que sólo se
cuenta una vez”, y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
Una inquietud se
le había clavado en el pecho. En las cinco páginas que había leído, había
descubierto las claves de una innovación literaria sin parangón. Más allá de
sus características sobrenaturales, ese libro estilaba una prosa sin
antecedentes y narraba un argumento inigualable. Era una joya de la literatura
y no podía esfumarse y caer en el olvido. Recordaba algunos escenarios, algunas
frases y el carácter del personaje principal, pero todo ello eran ideas vagas
con las que era imposible reconstruir la narración o tratar de contársela a
alguien. Era una historia de detalles destilados minuciosamente, sin los
cuales, cualquier intento por emularla sería un fracaso. El único modo de
preservarla era reproducirla al milímetro sin dejar una coma por el camino. Si
terminaba de leerla sin más, sería como si la historia nunca hubiera existido.
Intentó
memorizar el sexto capítulo, pero fue en vano. Iba repitiendo mentalmente sílaba
por sílaba cada una de las palabras. Con los dos primeros párrafos no tuvo
problemas pero a partir del tercero la cosa se complicó. Conseguiría memorizar
un capítulo o dos, pero asimilar toda la información sin desperdicio era una
tarea descabellada, y para colmo, al hacerlo se perdería el placer de
sumergirse tranquilamente en la historia.
Debía realizar
una copia inmediatamente. Volvió a abrigarse y bajó a la calle. Su sorpresa y
la de los jóvenes trabajadores de la imprenta, fue tremenda cuando al tratar de
fotocopiar la primera página, que en realidad era la sexta, los folios salían insistentemente
en blanco. Probaron con todas las máquinas del establecimiento pero fracasaron,
sin embargo, al chequear el mantenimiento de los depósitos de tinta con otro
cuaderno escogido al azar, éstas reprodujeron con exactitud los dibujos. Ante
la hipótesis de que los caracteres del libro estuvieran demasiado gastados, todos
miraron con escepticismo. Mientras los empleados se enzarzaban en ridículas
deducciones, cogió el libro y se escabulló de la tienda subrepticiamente. Mientras
regresaba a su casa se estremeció pensando que había sido partícipe de otra anécdota
sombría relacionada con la magia del libro.
Nada más entrar
por la puerta se dirigió a su ordenador portátil y lo encendió, por el camino
había fraguado una idea nueva y quería ponerla en práctica sin perder un
segundo: si no podía fotocopiarlo, lo transcribiría línea por línea
personalmente. Al juntar las palabras suficientes como para considerar que la
frase formaba parte de aquella historia, ésta desaparecía de la pantalla. Intentó
escribir porciones pequeñas sin sentido e ir guardándolas poco a poco por fragmentos
pero fue en balde porque no se quedaban registradas. Estaba helado. Agarró un
bolígrafo y empezó a reproducirlo a mano pero igualmente las palabras se iban
difuminando hasta borrarse por completo. Intentó inútilmente con un lápiz. No
había esperanza, aquella novela estaba condenada a morir con él en su lectura,
y su destino era desaparecer sin dejar constancia y sin que nadie se acordara
de ella.
Volvió a
rememorar el título: “La historia que sólo se cuenta una vez”. “¡Maldita sea!”_
gritó. La solución era tan obvia que renegó de su propia ineptitud. Había una única
manera de resucitar esa historia una y otra vez cuando hubiera desaparecido. Sólo
podía ser inmortal en la memoria. No cabía en los límites de la suya, pero
hallaría hueco de sobra en la de la gente. Simplemente tenía que encontrar el número
de personas suficientes y regalar a cada una un fragmento. Después, cada vez
que quisieran reproducir aquella brillante novela, bastaría con que se
reunieran y la recitaran uno a uno en orden desde principio hasta el final.
Aquella última idea era una maniobra perfecta.
Llamó a su
hermana sin dilación para invitarla a cenar, y aunque tardó un rato en arrancar
la desconfianza inicial de ésta, acabó por convencerla de que fuera con el
marido a su casa. No estaba cómodo con la situación, pero suavizó su
comportamiento y trató de ser agradable porque esas dos personas suponían dos párrafos
que sobrevivirían, y curiosamente, al transigir de aquel modo, disfrutó de la
velada como hacía tiempo que no lo hacía. Llegó incluso a olvidarse de los
recientes incidentes que lo habían torturado durante el día. Con los postres
sacó el tema y sin entrar en detalles les rogó que memorizasen dos fracciones
que les iba a leer para hacerle un gran favor. Ellos estaban tan encantados con
la transformación de su actitud, que no se opusieron. Cuando se marcharon, le
embargó una decepción tremenda al pensar en la cantidad de personas que
necesitaría reunir para culminar el proyecto, imaginando que para alguien como él,
que prácticamente no tenía amigos, sería aún más complicado, y le asaltó una
amargura que desconocía. Se sentía estúpido. Todos los pilares que sustentaban
sus principios y sus creencias se habían desplomado de un golpe. Lloró en la
cama y se quedó dormido.
Después de
desayunar por la mañana, recuperó el aliento y aceptó la parte buena del
conflicto interno al que se había enfrentado. Aquella novela le había salvado
de morir como un asceta ignorante. La historia que contaba era como la historia
de su vida, algo maravilloso y efímero al mismo tiempo.
Buscó un trabajo
de camarero a jornada completa porque la hostelería le sugirió una de las
mejores formas de relacionarse con bastante gente cada día, llamó a antiguos
amigos para mostrarles su cara renovada, comenzó a salir por la noche con sus
compañeros e incluso se citó en un par de ocasiones con clientes. No
desperdiciaba ni una oportunidad de entablar conversación con cualquier
desconocido. Incluso el que a priori le parecía más frívolo de ellos, al cual
sus prejuicios habrían rechazado por una manera de vestir, de hablar o de
pensar, acababa sorprendiéndole en algún momento con una reflexión genial. Conforme
adquiría confianza con ellos y su agenda se llenaba de teléfonos, los párrafos
del libro mágico iban siendo memorizados y las páginas y los capítulos se iban
extinguiendo.
Una noche de sábado
rechazó cientos de planes que le ofrecieron y se quedó solo en casa, encendió
unas velas, cenó copiosamente en silencio y se dispuso a concluir la aventura
en la que se había embarcado muchos meses atrás, asumiendo su parte de
responsabilidad. Cogió la última página del libro, que a esas alturas era también
como el primer y único capítulo, y comenzó a leer muy despacio los dos párrafos
finales de la historia, para no olvidar ninguna consonante, ninguna vocal, ningún
acento ni signo de puntuación hasta llegar al final. Luego cerró los ojos y
sintió como el tacto del papel en la palma de sus manos se desvanecía.
La historia más
increíble jamás contada había terminado, pero otra daba comienzo, la de su
vida, que por supuesto, solamente se podía contar una vez.
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