CARCAJADA ( Texto y música: Noreste / Ilustración: Nieves Lázaro )


  
                                                                                       Noreste: Carcajada
                                                                                                                                                        Me dispongo a relatar un hecho insólito que ha sucedido hoy, algo que ha ocurrido muy cerca de mi, un acontecimiento del que he tenido la oportunidad de ser testigo y que ha convertido un miércoles rutinario en un día extraordinario, algo que ha marcado un estigma a fuego en mi conciencia y que jamás podré olvidar.

No soy de los que se ríen. No tengo nada en contra de la risa, aunque he de reconocer que me incomoda cuando la escucho en exceso, es decir, cuando se prolonga demasiado tiempo, viciándose hasta hacer que la gente produzca sonidos extraños, o cuando estalla adquiriendo un volumen suficiente como para llamarlo carcajada. No sé cuál es la causa, simplemente me molesta, me hace arrugar la frente y me dan ganas de taparme los oídos.

Tampoco quiero dar la impresión de que soy un amargado. Supongo que todo el mundo tiene un tipo de sentido del humor, un umbral de resistencia frente a las cosas divertidas. Pues bien, ese umbral es tremendamente alto en mi caso, e igual que habrá gente a quien cualquier situación le parezca graciosa, a mi hay pocas circunstancias que me arranquen una sonrisa, así que imagínense la escasa cantidad de veces que he llegado a reírme y las contadas ocasiones en las que esa risa ha sonado y salido de mi interior con una intensidad que me obligara a abrir la boca.

Todo esto no significa que desdeñe de los efectos saludables de esta cualidad característicamente humana, y matizo de esta forma porque como comprenderán, aunque los animales son capaces de sentirse contentos y felices o profundamente desdichados, nunca lo expresan riendo a carcajadas o sollozando, berreando y haciendo pucheros. En algún artículo he leído que el humor reduce las hormonas del estrés , que una carcajada intensa aumenta el ritmo cardíaco, estimula el sistema inmunológico, potencia el estado de alerta y ejercita nuestros músculos. Dicen que reírnos aumenta los niveles de endorfinas, ese anestésico natural  de nuestro organismo que hace que las cosas nos duelan menos. He llegado a escuchar que el humor potencia la creatividad de las personas, y encima, al parecer, cuanto más larga y sonora es una risa, más contagiosa se vuelve y más sensaciones positivas transmite. Pues perfecto, a mí me irrita, en definitiva, no me sucede, o por lo menos, tengo experiencias de sobra de que en mi caso causan el efecto contrario.

Si, es verdad que soy de esos que se revuelcan en su soledad, no tengo novia, mis padres murieron, soy de pocos amigos, y me nutro de mis tristezas para componer mis canciones y mis poemas. Ni que decir tiene que el público suele reclamar argumentos optimistas y positivos que les saquen del tedioso gris de las vidas en las que se ven envueltos, vamos, que nadie va a ver un concierto para que le recuerden lo jodido que está todo, o se compra un libro para pasarlo mal. O sea que no soy un músico o un escritor de éxito, ni siquiera medianamente popular, y ya estoy más que convencido de que así seguirá siendo. Pero en fin, el caso es que me siento cómodo en esta pose sobria y seria que he desarrollado con los años.
                             
Les confieso que todo lo que acabo de desglosar en esta introducción ha cambiado. Algo ha cambiado dentro de mi. De hecho, mientras escribo este relato, soy incapaz de no hacerlo sonriendo, y efectivamente, me siento más feliz, más creativo, más relajado, más pleno de yo que sé que mierdas que estará liberando mi cuerpo.

Es tarde, mañana tengo que madrugar para regresar al mismo trabajo que durante años he detestado, las fotografías de mi ex novia aún me acosan desde las estanterías, tengo un catarro que después de una semana, todavía no quiere largarse y dejarme tranquilo, las noticias del telediario, como de costumbre, no han sido demasiado alentadoras, y la cena precocinada que me he calentado con el microondas no ha resultado un manjar para deleitarse de placer. Básicamente, mi vida sigue siendo igual de insulsa e insustancial de lo que era esta mañana, pero me da igual, porque sonrío a gusto, porque ahora sé que nada me quitará las ganas de reír.

Toda la transformación ha sucedido de la siguiente manera:

Me levanté esta mañana, hacía un frío insoportable, de esos que se te cuelan por dentro y se te clavan en las carnes como alfileres, y nada más llegar a la parada del autobús, la primera en la frente, ya que va el conductor y se pasa de largo la parada porque no he debido estirar el brazo lo suficiente para que me vea, o quizá porque todavía es de noche y tanto él como yo deberíamos estar durmiendo, o a lo peor, porque sencillamente es un cabrón. Cuando por fin llega el siguiente, ya sé de sobra que llegaré por enésima vez tarde a trabajar y mi jefe me dedicará una de sus excelentes sonrisas, de esas que reflejan la satisfacción de verme cada vez más cerca de su objetivo, despedirme por motivos procedentes.

Dentro del autobús me encuentro con las mismos  rostros soñolientos que suelo cruzarme todos los días. Una mujer tan embarazada que hace tiempo que debería haberse cogido una baja, y que no quiero imaginarme el motivo por el cual no lo ha hecho todavía. Varios estudiantes con sus carpetas y sus mochilas, adolescentes con una edad tan temprana como para no alegrarse de lo jóvenes que son, sino para martirizarse por lo incomprendidos y raros que se sienten al tener que aprender tantas cosas a marchas forzadas para conseguir eso que llaman madurar y ser reconocidos como adultos de la nueva hornada. Dos ejecutivos tan excelentemente dispuestos como el día anterior, con el traje de ese día, la corbata de ese día, los calcetines y la camisa a juego, la barba perfectamente rasurada, ningún pelo fuera de la onda que ha marcado la gomina y  una fragancia aguda resultado de la mezcla del olor de su suavizante, su desodorante, su aftershave, y su colonia dulzona, que por supuesto no dejan de acariciar sus móviles para ir adelantando trabajo antes de llegar a la oficina. La pareja que está sentada al fondo siempre se sienta allí, en uno de esos aburridos actos cotidianos; nunca se hablan, quizá porque tienen demasiado sueño, a lo peor porque no tienen nada que decirse. Dos pintores con sus monos de faena dan cabezadas contra la luna de cristal. Tres o cuatro ancianos ya están en marcha, y posiblemente se hayan levantado antes que nadie por culpa de esa característica ligada a la vejez de no poder dormir más de cuatro o cinco horas, como si cuanto más mayor fuese una persona y menos cosas tuviera para ocupar su tiempo, más cantidad de éste le brindara la irónica vida, o probablemente, sólo porque les dolerá la espalda.

De repente, en medio de ese ambiente denso, pesado y silencioso, un hombre que está a mi lado, de pié en mitad del autobús suelta una carcajada muy breve, pero lo suficientemente ruidosa para que todos y cada uno de los presentes se olviden de lo que hacen o piensan y giren la atención hacia él. Hago lo propio, sin embargo, cuando los demás vuelven a distraerse con lo suyo, yo no puedo apartar la vista de aquel extraño.

Ha agachado la cabeza avergonzado y se tapa la boca con ambas manos. Tras una pausa de un minuto aproximadamente, parece recomponerse y vuelve a enderezarse. Entonces tengo la oportunidad de observarlo con mayor detenimiento. Mira a través de la ventana, pero su mirada está completamente vacía, y sin duda, no mira a ningún sitio, sino que tiene los ojos perdidos en alguna imagen de su imaginación, en algún recuerdo que le hace sonreír como un tonto. Transmite una sensación de paz profunda. Tiene los músculos de la cara relajados, respira muy despacio, y parece que quisiera acurrucarse en el suelo y quedarse dormido. Si me dijeran que está drogado, que ha fumado hierba o le han colocado un chute de morfina me lo creería. El rostro de la felicidad, el gesto de alguien que no está. 

Lo que quiera que sea que ocupa sus pensamientos le va transformando el gesto, y yo soy testigo en primera línea del preámbulo de lo que precisamente les quería contar. La sonrisa se le ensancha poco a poco hasta enseñar todos los dientes, cierra los ojos, y le veo coger una bocanada de aire muy lenta y todo lo profunda que le permiten sus pulmones. Después un instante de pausa, y en seguida, una explosión completamente incontrolada, una carcajada desproporcionada que lo deja sin aliento. Casi se oye el típico jaja con el que se describe la risa. Le cuesta volver a coger aire para la siguiente carcajada, y otra más sigue a la anterior entre jadeos y pitidos de felicidad. Se agarra con una mano a la barra que tiene frente a él y con la otra se apoya en las rodillas para no caer rendido al suelo, y no deja de reír, y ya no es escandaloso, sino dulce como una música extraña y fluido como el agua que baja por un río. 

Primero son los estudiantes y luego los ejecutivos, la pareja del fondo se hace de rogar pero acaba vencida a una electricidad que ocupa todo el espacio, la embarazada se suma en seguida, los ancianos tardan un poco más, pero finalmente, todas las personas dentro del autobús, incluido el conductor que echa ojeadas a través del espejo retrovisor, se ven subyugados a esa energía que se despliega como una serpentina, y terminan por reír sin parar, tímidamente al principio y abiertamente después, mirándose los unos a los otros, contagiándose unos a otros, incluso agarrándose del hombro o abrazándose.
                             
Algo inaudito, absurdo, surrealista. Estoy petrificado, sin poder reaccionar, completamente alucinado con el espectáculo. Y sólo me pregunto hasta donde llegará esa situación, cuál será el final de esa cascada de fuerzas inagotables, de esa acción y reacción, si verdaderamente continua sin fin.

El hombre tiene un montón de lágrimas que le recorren las mejillas, y por un instante me mira directamente a los ojos. Entonces, algo más poderoso que mi propia voluntad, se apodera de mi sangre, siento un cosquilleo en la punta de los dedos y me debilito por momentos, y sin poder apartar la mirada de aquel hombre, esa fuente de energía, ese motor de buenas vibraciones, como si me hechizara de pronto, me obliga a sonreír, y casi sin darme cuenta, se me escapa una carcajada. Me hace sentir ridículo pero también me hace sentir muy bien, e inevitablemente tira de la siguiente carcajada, desde donde quiera que estuviese escondida, y detrás de ella todas las demás. Literalmente, me parto de la risa, y es que siento como si unos cuantos nudos dentro de mi cuerpo se desataran repentinamente.

Sin embargo, y aunque me gustaría contarles que poco a poco la risa se fue atenuando hasta apagarse suavemente, no me queda más remedio que ceñirme a la verdad. 

Todo ese sonido lleno de esperanza se quiebra de golpe y se corta demasiado bruscamente. El hombre que lo ha provocado se ha caído al suelo. Todavía riéndose, una mujer que se ha acercado a socorrerlo, como para ayudarlo a incorporarse, le toma el pulso, y grita para nuestro asombro:  "Este hombre se ha muerto".

El silencio que sigue es mucho más hueco que cualquiera que haya experimentado en mi vida, quizá porque es el vacío posterior a algo que lo llenaba todo.

Las miradas reflejan expectación, preocupación, incredulidad. La mujer, atónita, vuelve a alzar la voz: "joder, soy médico, este hombre está muerto, paren el autobús y llamen a una ambulancia".

El resto de la historia se la pueden imaginar. Un autobús parado en el arcén. La luces de la ambulancia iluminando los rostros contritos y apesadumbrados de los espectadores que han sido testigos de la tragedia. Una de las adolescentes habla por el móvil con alguien, y está tan cerca de mí que la oigo murmurar: "nada, tía, un hombre en el autobús, ha sido alucinante, se ha muerto de risa".

Llego tan tarde al trabajo y la historia que cuento es tan increíble, que mi jefe ni siquiera sabe qué decir y me despacha con un gesto de la mano.

No me puedo quitar la imagen de aquel hombre de la cabeza. Durante todo el día, una y otra vez, se repite la misma imagen, la de aquel cadáver con una amplia sonrisa en el rostro, y sólo cuando vuelvo en el autobús por la tarde, al observar a los que me acompañan y sentir la fragilidad de todos nosotros, concluyo para mis adentros, que no se me ocurre una mejor manera de morir, y sin querer, sin darme 
cuenta de que llevo un rato sonriendo, suelto una carcajada, y después de lo que he vivido, no me da vergüenza, me importa un carajo lo que piensen de mí, así que sigo y sigo, hasta contagiársela a unas cuantas personas que me rodean. Me sorprendo de lo poderosa que es la risa, incluso la mía, que llevaba años oxidada y a la que no he dedicado ningún ejercicio. Y antes de salir de autobús, justo antes de que se abran las puertas en mi parada, un señor me agarra del brazo y con una voz enternecedora me dice: "Muchas gracias". No me ha dado tiempo a preguntarle qué es exactamente lo que me agradecía. Quizá había tenido un mal día y yo se lo he alegrado, quién sabe.

Si les cuento que estoy seguro de que mis poemas van a cambiar el tono y que posiblemente me publiquen, que he aprendido algo que no voy a dejar de reflejar en mi obra y que seguramente la gente empiece a querer leer mis libros o acudir a un bar a escuchar mis canciones, que con suerte abandonaré el trabajo al que me había acomodado, y que no dejaré que la pena, lo malo y lo oscuro que me rodea me hinche y me ciegue los ojos nunca más, ustedes podrán asegurar que soy un iluso, y quizá tengan razón, quizá vuelva a rendirme.

No obstante, hay algo de lo que tengo una certeza absoluta, y es que a partir de ahora, no perderé la menor oportunidad de reírme, y si es a carcajadas mucho mejor, cualquier excusa será buena para hacerlo, la empuñaré como un arma, y con un poco de suerte, sólo un poco porque espero que la probabilidad juegue a mi favor, cuando venga a buscarme la muerte, me pille riéndome hasta de ella.




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