EL GRAN SALTO


                                                                                          Noreste: El Gran Salto

Alicia se encontraba delante de las escaleras del tobogán. Se había enfundado unos pantalones de pana con rodilleras, una camiseta de manga larga con coderas y llevaba el pelo recogido debajo del casco. 

Llevaba treinta años tratando de dar el gran salto, como cada tarde de domingo, enfrentándose a sus miedos para realizar un sueño, volar. Lo había deseado desde pequeña, cerrando los ojos de día y de noche, para flotar entre las nubes, saltar edificios, posarse suavemente sobre las ramas de un árbol o esquivar los coches en la carretera principal. 

Estaba tan harta de relatar el mismo despropósito, que había optado por extender el rumor de que las semanas pasadas había planeado unos cuantos metros por encima de la arena antes de caer, y por eso, ahora, una congregación de familiares y amigos se habían citado alrededor del parque infantil para presenciar la escena. Algunos compañeros del trabajo se reían de su aspecto pero prefirió ignorarlos, porque no podía permitir que nada le distrajese, porque debía mantener la concentración si deseaba lograrlo. 

Mientras subía los primeros peldaños observó nuevamente la expectación que se había generado, y lo hizo de soslayo para que no se notase porque no quería parecer insegura. A mitad de camino, maldijo su obsesión de agradar a los asistentes, pensando que ese empeño por no defraudar era lo que le hacía caer en el último momento. Debía olvidarse de la gente para no desconfiar de sí misma. Seguramente, todos los espectadores habían realizado su sueño, y por eso tenían esa sonrisa de satisfacción que tanto le irritaba. Quien más quien menos habría triunfado en la vida, y no guardaría ninguna frustración. Creyó sentir cómo la juzgaban desde la distancia, suponiendo que seguramente murmuraban sobre ella diciendo que era un bicho raro. Su madre, en cambio, la única que le había apoyado, miraba en silencio desde el fondo con melancolía. No la podía defraudar.

Estaba tan absorta reflexionando sobre su mala suerte con envidia, que no se dio cuenta de que estaba a punto de llegar a la parte superior del tobogán, el punto más alto del parque infantil. Desde allí se divisaban todos los columpios y las cabezas de la concurrencia. Llegó a esa cima de sus esperanzas y se sentó.

Alicia se infundió ánimos, pensando que su sueño era más difícil de alcanzar, y que quizá por eso se le resistía. Perseguirlo le había costado media vida entera, pero si el hombre había pisado la luna, escalado gigantescas montañas o franqueado la barrera del sonido, ¿por qué no iba ella a poder volar? Nada de eso la consoló. Se acordó de Bruno, su amigo de la infancia, el que había vivido con ella aquellos días en que todo parecía posible. Solamente él le había regalado un consejo que merecía la pena: “Simplemente tienes que desearlo con todas tus fuerzas”. Bruno le contó que un día, un tipo había conseguido que en ese mismo parque lloviesen chucherías mientras los niños jugaban, y se partieron de risa imaginando la cara de aquellos chavales cuando de la nada habían comenzado a caer puñados de caramelos, gominolas y piruletas de mil colores.

Ahora, Alicia trataba de desearlo con fuerza pero no dejaba de pensar en lo que ocurriría si fallaba de nuevo. Mientras sus colegas iban prosperando, ella se iba estancando cada vez más. Tenía casi cuarenta años, no podía perder ni un segundo más, así que hizo el firme propósito de abandonar si en aquella ocasión no lo conseguía.

Había llegado la hora, el silencio era absoluto, y en el ambiente, la tensión se podía masticar. Había demostrado tener una perseverancia admirable, lo único que necesitaba era un poco de suerte, y a ella se encomendó.

Cerró los ojos, apretó los puños, estiró los brazos y se lanzó por la rampa. Por un instante, sintió que volaba, sin embargo, rápidamente se dio de bruces contra el suelo, y notó una punzada en el cuello. No sería la primera vez que se rompía algún hueso. 

Oyó suspirar a los presentes. Entornó los párpados y vio la imagen borrosa de unos cuantos que se escabullían y otros que se acercaban despacio. Dio media vuelta para colocarse de espaldas al público que había asistido a su fracaso, y aún tumbada en la arena, chilló con rabia a los que se aproximaban con intenciones de alentarla: ¡Fuera, no necesito vuestra compasión, dejadme en paz, os odio!

Permaneció allí tirada un rato, muerta de la vergüenza. Lloró. 

Pensaba que se había quedado sola pero una voz sutil la sorprendió desde atrás.
  • - ¿Te ayudo?
Alicia giró la cabeza bruscamente y se encontró de frente con una niña que no tendría ni diez años de edad. Llevaba puesto un peto rosa, tenía un rostro muy dulce, dos coletas por encima de las orejas y unos ojos enormes que la miraban con curiosidad.
  • - A mi me pasó lo mismo con la bici- susurró.
  • - ¿La bici?- preguntó Alicia.
  • - Si. Y también me pegué una gorda cuando empecé a columpiarme sola- contestó la niña.
  • - Ya- dijo Alicia con indolencia.
Acto seguido se incorporó y comenzó a caminar hacia el portal de su casa, pero la niña corrió a su lado y continuó hablando.
  • - ¿Quieres saber cómo lo conseguí?- añadió.
  • - La verdad es que me importa una mierda.
  • - Ála, lo que has dicho.
La niña paró en seco y se puso triste. Alicia se arrepintió de haber tratado mal a la chiquilla, retrocedió y agachándose a su lado le dijo que lo sentía.
  • - A ver, dime, ¿cómo lo conseguiste?
  • - ¿De verdad quieres saberlo?- susurró la niña recuperando el color en las mejillas.
  • - Sí, necesito que me ayudes.
  • - Es muy fácil, lo intenté con todas mis fuerzas- proclamó con entusiasmo.
Alicia se acordó automáticamente del consejo que le había dado Bruno cuando aún eran tan pequeños como esa niña, y eso la enterneció.
  • - ¿Y entonces lo conseguiste?
  • - Me di muchas tortas, pero como no tenía miedo, al final sí.
  • - Vaya, enhorabuena, ¿cómo te llamas?
  • - Alicia.
  • - ¡Te llamas igual que yo!- exclamó sorprendida. 
  • - ¿De verdad?
Alicia asintió, y la niña soltó una carcajada. En ese instante, envuelta en esa situación, Alicia empezó a sentir algo extraño. Aquella niña se parecía mucho a ella cuando tenía la misma edad.
  • - Todo eso que me has contado está muy bien. Mira, no sé si podrás ayudarme. Yo lo que quiero es volar, ¿sabes cómo puedo conseguirlo?
Por un segundo, pensó que la niña le diría que eso era imposible, pero se limitó a responder sin inmutarse:
  • - Yo lo que haría sería mover los brazos con muchas fuerzas.
La que rió entonces fue Alicia y pronto se lo contagió a la niña que se llamaba como ella.
  • - Vaya, muchas gracias, ¿cómo no se me habrá ocurrido antes?
Luego le dijo que le había encantado conocerla pero que tenía que marcharse.

El ingenuo consejo que le había regalado su joven tocaya, se había grabado a fuego en su memoria, y no logró conciliar el sueño.

Al día siguiente regresó tarde del trabajo y ya había anochecido. Había pasado el día entero tragándose el orgullo delante de los compañeros que habían asistido a la última debacle de sus sueños truncados. Cruzó por delante del parque de juegos y comprobó que no había nadie. Sin saber muy bien por qué lo hacía se dirigió hacia el centro, juntó los pies, cerró los ojos y colocó los brazos en cruz como si fueran las alas de un avión. Realizó todos esos preparativos ceremoniosamente, con una mueca de ironía en los labios.  

De repente, comenzó a agitar los brazos violentamente. En un par de minutos ya le dolían los músculos, pero continuó balanceando ambos brazos con fuerza. Estaba agotada y sudaba mucho pero no se rindió. Arrugó la cara y se mordió el labio inferior del esfuerzo. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba luchando contra el aire, cuando abrió un ojo y el susto de verse de pronto a metro y medio del suelo la paralizó de golpe, y calló contra la arena.

Estaba emocionada, lo había logrado, por fin había volado. Pensó que a veces no bastaba con desear que las cosas sucedieran. Jamás habría imaginado que volar fuera tan costoso. Todavía le quedaban semanas o meses de entrenamiento, tendría que dejarlo todo y dedicarse de lleno a ese ejercicio. Fue corriendo a casa, se preparó un baño caliente y se durmió. Aquella noche no soñó que volaba, probablemente porque ya lo había hecho.

Fantaseó con la idea del acontecimiento que tendría lugar en el parque después de practicar unos cuantos domingos, sin embargo, cuando llegó la fecha, no se lo dijo a nadie.

Voló. No fue fácil, pero voló, más alto de lo que había soñado jamás. Cuanto más esfuerzo hacía, más alto se elevaba. Le pareció ver a alguien desde el aire. Era Alicia. 

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