CORAZÓN (Texto y música: Noreste / Foto: Marcos Sanchez)



                                                               Noreste: Gracias

Definitivamente tengo mal de amores. 

Puede que de vez en cuando se me revuelva el estómago, o que me cueste respirar, o que tenga dificultad para tragar, pero el síntoma más claro y agudo de cuantos me atacan está localizado en el centro del pecho, justo dentro del corazón. Se trata en realidad de un síntoma compuesto de pequeñas dolencias: unas veces siento un vacío, como si de repente me lo hubieran arrancado, otras veces se me arrebata y empieza a latir aceleradamente y a trompicones, también sucede que le cuesta seguir palpitando, que me canso con facilidad, me siento débil, y en general, suele ocurrir que mi corazón no late al ritmo de la vida en la que estoy envuelto, va por libre y cabalga como le da la gana, obligándome a pensar en él multitud de veces al día, va despacio cuando debería bombear con fuerza y se arrebata cuando debería estar tranquilo.

La semana pasada en cambio, tuve que añadir un rasgo más a esta patología. Estaba desayunando tranquilamente cuando de pronto, un dolor intenso hizo que se me cayera la taza al suelo y que me llevara las dos manos dramáticamente hacia el pecho. Fue un dolor lacerante, como si me lo hubieran atravesado con un cuchillo, y por fortuna duró muy poco, pero durante los segundos que experimenté ese episodio me creí morir.

Así que he acudido al médico porque me duele el corazón y le he relatado la serie de desajustes que me han llevado hasta su consulta. El fonendoscopio sólo revela un latido irregular. En el electrocardiograma descubren una pequeña onda fuera de lo normal que se desplaza hacia arriba en cada latido, y que según el doctor es raro pero no tiene por qué ser malo, simplemente hace que el LUB-DUB convencional de los demás, esa onomatopeya que define cada latido, en mi caso sea más bien un LUB-DURUB. Hago una prueba de esfuerzo, que consiste básicamente en correr por una cinta mecánica con diversos sensores pegados a mi cuerpo, y al poco tiempo de empezar, la enfermera que supervisa el aparato que registra el proceso se lleva la mano a la boca, abre mucho los ojos, y después de tartamudear un poco, alarmada, acaba por gritar que me detenga. Tengo el corazón a cien por hora pero creo que es del susto que me ha dado la muchacha.

Finalmente, al día siguiente, después de revisar todas las pruebas, el médico especialista no se corta un pelo y me diagnostica una cardiopatía severa. Joder, servera, ésa es la palabra que ha utilizado. Dice que aún es pronto para saber lo que me ocurre realmente, pero que puede que sea que una porción de mi corazón está isquémica, lo cual, cuando le pregunto que significa, viene a decir que un trozo de mi corazón se ha muerto. Me citan para hacerme un cateterismo dentro de dos semanas, un procedimiento en el que llegarán hasta el problema a través de mis arterias con el fin de solucionarlo, pero hasta entonces, el doctor ha sido de lo más explícito, tajante e ilustrativo, no podré hacer el menor esfuerzo y tendré que evitar cualquier situación que me ponga nervioso, porque de lo contrario me puedo quedar tieso en el sitio.

Si no lo hubiera sabido, si no me lo hubieran dicho, quizá habría seguido con mis hábitos y mis rutinas y posiblemente no habría muerto porque no sabía que podía morir, pero ahora que me han avisado del peligro, no confío en el poder de mi sugestión, y dudo que frente al menor indicio de taquicardia mi propio miedo me lleve a la tumba. Antes convivía con ello, ahora huyo y lo esquivo.

No te pongas nervioso ni hagas el menor esfuerzo. Eso es fácil de decir, pero tengo treinta y tres años, y mi vida está repleta de circunstancias que ponen a prueba a cualquier corazón sano.

He dejado de fumar, y la ansiedad que me produce los primeros días creo que es peor que el peor de los pitillos. Ya no bebo, y no salgo con mis amigos para evitar cualquier tentación. El mero ambiente que rodea un garito de los que solemos frecuentar se me antoja peligroso. Vivo en un cuarto sin ascensor, así que tardo una media de cuarto de hora en subir desde el portal a mi casa, escalón a escalón, despacio, como un anciano, realizando postas por el camino, y cuando paseo por la calle tres cuartas de lo mismo, y para colmo, voy buscando la sombra de los árboles para no sofocarme con el implacable sol de Junio. Por supuesto, me han dado la baja y ya no voy a trabajar, y es curioso, porque no sé cómo rellenar todo el tiempo libre que tengo para no pensar, y es que además, todas las actividades que se me ocurren se me presentan como amenazas. Hemos cancelado los conciertos del grupo, ya no juego al fútbol los domingos ni al pádel los martes por la tarde. Como evito las aglomeraciones del metro o el autobús, sólo me desplazo más allá de mi barrio cuando alguien viene a recogerme en coche. Intento relajarme pensando que son solamente dos semanas y que por supuesto todo va a salir bien, y podré volver pronto a mi vida normal. No pensar, eso es lo más difícil, estoy constantemente con el run run en la cabeza, acordándome de mi corazón, imaginando la cantidad de cosas que dejaría a medias si le da por apagarse repentinamente. Quedar con ex novias, familiares, o amigos para ir cerrando puertas que considero que aún están abiertas, en plan peliculero o dramático, tampoco es una opción, ¿quién sabe como le atacaría un encuentro con alguna de esas personas que hace tiempo que no veo, a mi débil corazón? De hecho, casi no quedo con nadie, y sólo le he contado lo que me pasa a un puñado de personas, haciéndoles jurar que no lo compartirán con nadie. No quiero que mi casa se llene de la noche a la mañana de conocidos con gesto apesadumbrado, y mucho menos deseo causar compasión.

La vida tiene una forma bastante irónica de ponernos a prueba, como si eligiera siempre el peor momento para hacer que sea interesante. Si hubiese seguido el camino marcado por mis rutinas, si no me hubiera desviado de los límites de esos itinerarios cotidianos en los que estaba envuelto, jamás la hubiera conocido, lo cual significa que tendría que dar gracias incluso a mi gastado y maltrecho corazón por darme la oportunidad de experimentar algo así antes de detenerse y apartarme de mi vida de una vez por todas. 

Si no estuviera enfermo, no habría estado en casa esta mañana, si no se me hubieran acabado las pastillas que me ha recetado el doctor, no habría bajado a la farmacia, si no me atemorizara la pronunciada pendiente que describe mi calle de camino al establecimiento más cercano, no habría elegido bajar la cuesta en la búsqueda de otra farmacia. Mi tediosa manera de andar con pasitos cortos prolonga el tiempo que tardo en recorrer cualquier distancia, y creo que hasta eso juega un papel determinante en lo que está a punto de sucederme, ya que las cosas ocurren cuando tienen que ocurrir, y antes o después quizá no habrían ocurrido.

Antes de torcer la esquina ya escucho esa voz y me detengo. Inclino la cabeza dirigiendo mi oído bueno hacia arriba. Intento discriminar el resto de ruidos que inundan mi calle, los motores de los coches, las conversaciones a mi alrededor, la algarabía de las tiendas de ropa, sólo para localizar el origen de aquella voz que canta como los ángeles. Reanudo el camino lentamente en esa dirección. La canción es una cálida y hermosa versión de los años cincuenta, de esas que elevan el espíritu un poco y lo llenan de optimismo del mismo modo que los musicales clásicos americanos. 

A varios metros de la chica que canta ya me quedo hipnotizado, pero no dejo de andar hasta que me quedo clavado frente a ella. Tiene los ojos cerrados y el flequillo sobre la frente tapándole la mitad del rostro como si le diera vergüenza estar cantando en la calle para ganarse unas monedas. No he podido reparar en la cara de idiota que se me ha puesto. Sólo puedo pensar que la chica me parece preciosa, y creo que por primera vez en varios días, me olvido de donde estoy, quién soy, y lo que me pasa, una ausencia de mi vida de lo más reconfortante, sobre todo teniendo en cuenta que últimamente sólo me rondan funestos presagios.

La chica abre los ojos levemente y me ve, pero no deja de cantar, me mira directamente sin apartar la vista pero no deja de cantar. Sonríe y automáticamente, sin voluntad, le devuelvo la sonrisa. Luego me guiña un ojo, y mi sonrisa se ensancha hasta que enseño todos los dientes. Es uno de esos instantes infinitos. No quiero que deje de cantar nunca, pero la canción termina y el timbre de esa voz dulce se deshace en un hilo hasta extinguirse en un leve susurro y después un jadeo que solamente escucho yo. Y en medio del silencio que ha quedado, no dejamos de mirarnos.

Si la historia fuera normal, quizá no habría merecido la pena contarla, o quizá no habría sentido el impulso de escribir este relato. Podríamos haber charlado un rato de vaguedades y con suerte haber intercambiado los teléfonos antes de que ella o yo nos marcháramos de allí, pero no ha sido así. Al contrario, no hemos cruzado ni una palabra. Cuando deja de mirarme, simplemente empieza a recoger sus cosas muy despacio. Inconscientemente obedezco a mis impulsos y me agacho para ayudarla de tal manera que nuestras manos se tocan y el tiempo se detiene una vez más. Volvemos a mirarnos.

Me cuelgo su guitarra al hombro y la sigo calle abajo. Ella no dice nada. Va medio metro por delante de mí. No me estoy dando cuenta de que por fin camino deprisa, demasiado deprisa para mi enfermedad como si dijéramos. No sé qué decir porque no tengo nada que decir o porque lo único que puedo decir es lo que pienso y lo que pienso es demasiado extravagante. Sólo sé que no quiero perderla de vista, que quiero volver a escucharla cantar, que no la conozco pero la abrazaría.

Recorremos una distancia muy larga, quizá más de un quilómetro. Lo sé porque salimos de mi barrio hace rato. Jamás se me habría ocurrido dar un paseo de esa magnitud pero como ya he mencionado, estoy ausente, y esa ausencia me llena de felicidad aunque no sepa explicar el motivo.

Llegamos a un portal. Mientras busca la llave dentro del bolsillo de su pantalón, vuelve a mirarme tímidamente, como si tuviera miedo de alzar la vista y descubrir que está haciendo una tontería, pero no me juzga, simplemente levanta levemente las cejas y tuerce la comisura de los labios, como si me preguntara si estoy dispuesto a seguir, si yo soy capaz de entender lo que estamos haciendo. Entonces, su gesto me enternece de tal manera que siento como si un globo se me hinchara dentro del estómago, levanto la mano, le acaricio la mejilla y cierro una especie de pacto tácito.

Entramos en el ascensor y mientras subimos juntamos nuestros cuerpos hasta estar pegados. Huelo una mezcla de suavizante para la ropa y champú, pero sobre todo la huelo a ella, y me excita de tal manera que el corazón me empieza a latir con más fuerza. Debería asustarme, respirar hondo y marcharme de allí, pero no quiero hacerlo. Me he rendido y ni siquiera soy capaz de pensar con claridad. Nuestras mejillas se rozan. Los brazos nos cuelgan y nuestras manos se buscan y se encuentran. Entrelazamos nuestros dedos. Todo es delicado pero muy intenso. Me siento afortunado y sonrío. Es como si los acontecimientos fueran más poderosos que mi voluntad, como si la química que se entrelaza entre los dos me hubiera condenado y no tuviera ninguna opción a parte de dejarme llevar hasta las últimas consecuencias. No hay nada que hablar, los dos sabemos lo que está a punto de suceder y como va a terminar.

Entramos en su piso, un pequeño ático interior abuhardillado. Un rayo del sol de atardecida entra de refilón por el ventanuco del techo inclinado, cruza entre dos vigas de madera e incide sobre el sofá como el foco de un teatro. No parece un piso en la ciudad, sino más bien un cabaña en el campo o la pequeña casa en la copa de un árbol, un escenario perfecto que me sumerge aún más profundo en ese estado de ausencia, como si estuviera dentro de un sueño o en un pueblo lejano e imposible que solamente existiera en este cuento. 

Nos desnudamos poco a poco, dejándonos inundar por el calor del sol, y un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Toda la escena es más brillante de lo normal y la piel de ella parece incandescente, hasta tal punto que casi lo veo todo borroso, y un millón de minúsculas partículas en suspensión danzan a nuestro alrededor. Mi corazón late muy deprisa, pero no tengo miedo, porque he perdido por completo la capacidad de preocuparme y ya no puedo pensar que si sigo así posiblemente en algún instante moriré en el acto. No lo pienso.

Estamos totalmente desnudos. Nos acariciamos. Ella es muy suave. Nos tumbamos en el sofá y nos enredamos como dos gatos jugando a convertirse en uno solo. Pasa un tiempo incalculable, la intensa luz anaranjada pronto da paso a un débil resplandor grisáceo y en seguida todo se queda a oscuras. Ahora la luna dibuja nuestros contornos con una claridad azulada, y parece como si estuviéramos haciéndolo debajo del mar.

No me he tomado mis pastillas. No estoy siguiendo las estrictas advertencias del médico que me ha diagnosticado, entre otras cosas, una imposibilidad de amar como ahora lo estoy haciendo. Al contrario, dejo latir a mi corazón con más fuerza y velocidad de lo que nunca ha latido, durante tanto tiempo seguido que hasta una persona sana acabaría desmayándose sin remedio, y en el momento de mayor intensidad de la tormenta, siento un latido único, casi como si fuera el último, un pálpito que se parece a un grito, como si luchara por sobrevivir, un latido tan potente en el segundo de mayor placer de mi encuentro con la cantante que el propio latido consigue multiplicarlo y hacerme llorar y reír al mismo tiempo en escopetazo. 

Abrazo a la cantante con todas mis fuerzas y mientras la corriente eléctrica que recorre todo mi cuerpo y el de ella se va apaciguando, mientras se apaga y cede a la calma, yo aguardo con los ojos cerrados a que mi corazón vuelva a latir, y lo deseo con todos mis sentidos, aguardo unas décimas de segundo eternas, como un bebé recién nacido esperando el primer latido. Por fin llega, y cuando lo hace, juro que lo siento distinto a todos los demás, en ese momento comprendo que no solamente no he muerto, sino que me he curado.

Duermo abrazado a un ángel. A la mañana siguiente me visto sin hacer ruido, me despido de la cantante con un beso en su hombro desnudo, y salgo de su casa con la única intención de recorrer la ciudad. Algo ha cambiado. Es difícil de explicar porque es muy extraño, es casi imposible, una remota probabilidad de esas que suceden entre un millón. Me siento vivo, lleno de un vigor que no recuerdo haber sentido en mucho tiempo, y no tiene nada que ver con la felicidad que prosigue al amor, es algo tan real y tan físico como unos músculos que ahora no se cansan, unas piernas que no vacilan, unos brazos que podrían levantar a la cantante, unas ganas de correr que no puedo aguantarlo.

Lo más increíble de esta historia es que una semana después, en el hospital, antes de que me realicen el delicado cateterismo, se me ocurre decirle al doctor que me encuentro bien, mejor que nunca. El dice que será por el reposo y el cambio de hábitos, pero cuando me ausculta, frunce el ceño y repite la operación varias veces. Con cara de sorpresa, me remite a otra sala para que me hagan un nuevo electrocardiograma, que en esta ocasión, al parecer, refleja un perfecto funcionamiento de mi corazón. En una nueva prueba de esfuerzo en la que además de la enfermera, se presentan el cardiólogo y el cirujano, todos se quedan estupefactos ante una especie de milagro. Corro y corro por la cinta de la máquina y me encuentro tan bien que creo que podría llegar hasta el cielo.

Aguardo impaciente en la sala de espera. La única explicación que esbozan después de la reunión que han mantenido, cuando por fin me hacen pasar al despacho, es la de que se equivocaron, que seguramente no había ningún tejido isquémico en mi corazón, sino posiblemente un coágulo que me podía haber matado pero que inexplicablemente he logrado expulsar y deshacer como si fuera arena mojada.

Yo les contesto que si, que seguramente es eso lo que ha pasado, y sin poder evitarlo, sonrío, y cuando salgo del hospital me entra un ataque de risa, sólo de pensar en lo inconsciente que he sido, en la suerte que he tenido, en lo curioso que es que alguien se cure haciendo lo contrario de lo que se supone que debería hacer, desafiando toda clase de indicios, señales, cojeturas y prescripciones, arriesgándose a morir por amor, por una noche inolvidable, por un último latido verdadero.

Esta es mi historia y sé que parecerá increíble. Pero lo más increíble de todo es que no he vuelto a ver a la cantante que cantaba como un ángel, se ha esfumado como si nunca hubiera existido o me lo hubiera inventado. Quizá, cuando mi corazón deje de latir, volveré a escucharla, la seguiré sin decir nada, y la amaré de nuevo, hasta que el sol se apague.


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