SIN MIEDO

                                                                                     Noreste: No Hay Miedo

Saber que vas a morir, que te ha llegado la hora, aunque todavía tengas muchas cosas por hacer, asuntos importantes que dejaste a medias, te arranca el miedo a cometer acciones descabelladas en circunstancias extraordinarias.

Sin ese miedo al peligro, sin ese instinto natural de supervivencia, te conviertes en un loco, pero también en una especie de héroe.

Tengo treinta y cinco años, una edad ideal, ya que soy lo suficientemente joven para alardear de una energía inagotable, de la posibilidad de exprimir cada segundo al límite sin acomodarme en la tranquilidad de una vida sin sobresaltos, pero no soy tan joven como para carecer del necesario avituallamiento para determinadas empresas: dinero, sensatez, madurez y experiencia.

Lo que ignoras cuando te adentras en la década más importante de la vida de un hombre, ésa que comprende de los treinta a los cuarenta años y en la que cada acto define definitivamente lo que serás el resto de tu vida, es la constante sensación de urgencia que te acompañará durante ese período. De pronto empiezas a correr una contra reloj con el final marcado en rojo en el calendario, y con suerte sabrás lo que necesitas saber, o por lo menos conocerás a dónde quieres que te lleve el camino. Todo ello sin contar con que las cosas requieren un ritmo, un espacio y un tiempo que no se suele corresponder con tus aspiraciones o tus deseos, incluso aunque para realizarlos no dependas de nadie más que de ti mismo.

En el meridiano de este ciclo tan representativo, a mitad de un camino que inicié hace un lustro exacto, me subo al metro esta tarde pensando en estas cosas, sin tener muy claro todavía si las elecciones que he ido tomando han sido las acertadas, si quizá no tenía opción, sin la certeza de estar dando pasos adecuados que no me hagan perder el tiempo.

Pero un acontecimiento absolutamente exagerado cambia de repente la perspectiva desde la que enfoco el escenario enredado, difuminado y convulso de una vida como cualquier otra, la mía.

Me subo al vagón del tren. Hoy no voy leyendo ningún libro. Ni siquiera escucho música con los cascos. Nada me aísla de lo que me rodea con excepción de mis pensamientos y mi propia tendencia a la abstracción. Pero de repente, dejo de pensar, casi por propia voluntad, harto de girar sobre las mismas preocupaciones una y otra vez, y entonces tomo conciencia de mi entorno, y me empiezo a distraer de la misma manera que suele hacerlo casi todo el mundo cuando se encuentran encerrados en un espacio pequeño junto a otras personas más, de la mejor manera, supongo, que es observando a los demás.

Y probablemente porque soy escritor y me dedico a contar historias, no me limito solamente a mirar, sino que me transformo en un cotilla consumado e indiscreto, y no dejo de analizar.

En las estaciones sube y baja gente, pero unos cuantos se mantienen de momento todo el trayecto.

Una pareja de ancianos se sujetan como pueden a una de las barras laterales para no caer con el vaivén del recorrido. Y el hombre utiliza uno de sus brazos para rodear la espalda de su esposa, en un gesto inútil de protegerla y evitar el accidente con un frenazo que sin duda no conseguiría evitar. Resultan enternecedores. Yo estoy de pié. Nadie les cede su asiento, y aunque me dan ganas de increpar a la gente, llamándoles maleducados a la cara y delante de los demás, al final me callo y no digo nada.

Hay dos adolescentes sentados al lado, con ropas anchas de colores intensos, gorras mal caladas intencionadamente, compartiendo el mismo ipod, con un caso cada uno, sin hablar, mascando chicle y moviendo el cuello al ritmo de la música.

Un par de albañiles latinoamericanos con el mono azul de faena manchado de pintura seca por todas partes, intentan no caer rendidos de sueño, y cabecean una y otra vez. Uno de ellos lleva una lata vacía y estrujada de cerveza en una mano.

Frente a éstos, una mujer embarazada lee desapasionadamente en su tableta electrónica. Por el tamaño de su barriga, que casi no le permite enderezarse en su asiento, debe estar casi de ocho o nueve meses.

A su lado, dos monjas con hábito blanco y color hueso respectivamente, miran tímidamente hacia el suelo, Una de ellas juega con los dedos, enredándolos en el rosario que le cuelga del cuello.

El último asiento lo ocupa un ejecutivo de unos cuarenta años, bien afeitado, con gomina en el pelo, los zapatos relucientes, y la corbata bien anudada a pesar de que su jornada de trabajo ya ha terminado. No para de mover compulsivamente el pulgar por la pantalla de su teléfono táctil de última generación.
                                       
Dos señoras con sus peinados bien agarrados con laca para desafiar a la gravedad, de pié entre las dos filas de asientos, no paran de parlotear y ocupan el silencio que las rodea con su conversación. Que si fíjate lo que me dijo fulanito, pues escucha tú lo que se atrevió a decirme menganito, que si mi hijo es un desastre, pues figúrate lo que hizo el mío el otro día, que si tendré que aguantar ese comportamiento de mi marido otra vez, pues imagínate cómo se lo monta el mío cuando hay partido de fútbol. Etcétera en una dirección, y el mismo largo etcétera en la otra. La misma conversación frívola que cualquiera intentaría evitar y en la que cualquiera acabará incurriendo sin remedio.

Cuando me planto en jarras frente al género humano en todo su esplendor cotidiano, solamente me asaltan dos sentimientos extremos, opuestos pero igual de reaccionarios, según el estado de ánimo que me acompañe en cada caso. Unas veces no me puedo aguantar el desprecio por la mediocridad que me rodea, y otras veces, envidio esa mediocridad, me invade la esperanza y todo se me antoja sutilmente maravilloso. Antes de llegar a ninguna conclusión en este caso, reparo en otro usuario del metro en esta tarde de otoño. 

Un hombre corpulento, de aspecto descuidado, con una gabardina sucia que le llega casi hasta los tobillos, es el que más me llama la atención, principalmente porque es de esas personas que a simple vista no encajan en el esquema de lo demás, no exclusivamente por su pelo enmarañado y su larga barba gris amarillenta, no porque parezca un mendigo y éstos no suelan coger el metro en hora punta, ni siquiera porque un leve hedor, agudo como el ácido o la descomposición, apunte cualquier mirada hacia él como principal sospechoso. Me fijo en él como uno se fijaría en un árbol seco y ajado en medio de un parque exuberante en primavera, sencillamente porque no cuadra con el resto del paisaje, y aún así, precisamente porque está ahí, no puedes prescindir de él, aunque te preguntes las causas que lo han llevado a un lugar que no le corresponde. Está de pié en medio del vagón, muy cerca de mí, de espaldas, y es tal su envergadura, que aun encorvado, la cabeza le llega por encima de la barra del techo de la que se agarra con sus enormes manos. De pronto, se da la vuelta y hace lo mismo con mi lado del vagón que lo que ha estado haciendo con el que ahora le da la espalda. Mira descaradamente, mira detenidamente y sin disimulo, por lo menos no con el disimulo con el que yo y los demás lo hacemos, mira una a una a las personas que lo acompañan. Y cuando me llega el turno, un escalofrío me recorre el cuerpo entero, porque ese hombre con el rostro demacrado, me mira directamente a los ojos, con un odio y un asco en la mirada realmente aterradores, tan amenazantes que se me eriza el vello de los brazos y automáticamente me obliga a desviar la vista hacia otro sitio.

Intento relajarme y no prestarle atención, comportarme con naturalidad, como si su presencia no me inquietara, y juro que lo hago pensando que de esa forma, cuando vaya a atacar, yo no seré su objetivo principal. No sé por qué, pero así es. Estas cosas se piensan constantemente, son el reflejo en palabras de nuestros miedos incalificables. Y para no pensar en ello, me pongo a observar a los demás, pero esta vez, no me limito a entretenerme con ellos, sino que analizo sus reacciones ante la mirada hiriente de aquel gigante.                                                   

Sin embargo, todo se precipita y no me da tiempo a pensar en nada más.

Noto un movimiento brusco. Lo primero que corta la escena como un cuchillo es un estruendo corto e intenso, y aunque sólo he escuchado ese sonido en las películas, lo reconozco perfectamente en la vida real. Un disparo.

Todo sucede muy deprisa. El ejecutivo se cae al suelo de rodillas y se lleva las manos al pecho, la camisa le sangra, y su rostro es la imagen del pavor. El ambiente se llena de chillidos de pánico.. Todo el mundo se levanta atropelladamente y se pisan unos a otros para llegar unos metros más allá, al extremo del vagón.

Giro la cabeza aunque estoy helado. A mi lado, el hombre de la gabardina tiene un brazo estirado y en la mano aferra una pistola. Se muerde el labio inferior, babea, tiene los ojos entrecerrados, está ido, completamente fuera de si. Desplaza el brazo unos quince grados a la derecha y me apunta directamente al cuerpo. Ojalá pudiera decir que uno piensa en algo cuando le sucede algo así, pero sería mentira. No pienso en nada en absoluto, la cantidad de adrenalina que me recorre el cuerpo me hace temblar de terror. Dispara cuatro veces y coloco las manos estiradas hacia él en un intento absurdo de protegerme. Luego, en seguida se vuelve hacia los dos ancianos, que no se han movido de su sitio.

No he sentido nada, ningún golpe, ningún dolor, ni la menor sensación, y me pregunto en un instante si quizá no se siente nada cuando a uno le disparan, si no se siente nada antes de sentir por última vez y morir. Me miro de arriba a abajo asustado, me toco por todas partes, pero tampoco encuentro signos sobre mi ropa de que me haya alcanzado alguna bala. Pero lo que realmente me invade es una ira irracional hacia aquel hombre, y cuando le veo apuntar con el arma a esos indefensos ancianos, al ver al pobre anciano abrazar a su esposa como queriendo cubrirla por entero, no me lo pienso y me abalanzo sobre ellos justo antes de escuchar una nueva ráfaga de explosiones.

Me he colocado sobre los ancianos que están arrodillados en el suelo. Cierro los ojos y aprieto los párpados con fuerza. Si ya me ha disparado a mí, si ya estoy herido, si ya estoy condenado, pero tengo la suerte de que la energía y la vitalidad no me han abandonado, utilizaré todas las fuerzas que me queden para evitar que los demás lo estén. Ésta es una intención completamente instintiva, aparece sin más, como una lógica aplastante a la que obedezco como un muñeco sin voluntad, dejándome llevar por las mismas fuerzas mayores que manejan a aquel asesino.

Con la nueva secuencia de disparos vuelvo a no sentir nada en absoluto, sin embargo, cuando abro los ojos y miro a los dos ancianos a mis pies temiéndome lo peor, me parece descubrir que están intactos, aunque la mirada vidriosa de él refleja un miedo tan visceral como para matarlo en el acto de un infarto. No hay duda, las balas han debido caer de nuevo sobre mí.
                                     
Miro al gigante asesino, miro a ese hijo de puta mal nacido, y lo veo retroceder dos pasos hacia atrás, dobla el brazo, mira la pistola, y aunque su rostro no refleja ninguna emoción, en su actitud detecto cierto desconcierto. No obstante, dura muy poco, ya que rápidamente se olvida de los ancianos y de mí, y contraataca disparando sobre el cuerpo moribundo del ejecutivo. Soy testigo de cómo su cuerpo expulsa sangre a borbotones en diferentes puntos de su anatomía. En seguida, el asesino se cuadra echando los hombros hacia atrás, endereza el brazo y apunta al grupo de personas que se hacinan al final del vagón. Los llantos y las lamentaciones son escalofriantes.

Veo a la embarazada a mitad de camino, de rodillas, llorando y agarrando su gran barriga con una mano, y la sensación de que soy el único en aquel tren que por mala suerte ya no tiene nada que perder, se apodera de mí, y me lanza súbitamente a socorrerla justo cuando el mendigo empieza a disparar sin piedad sobre ella. Oigo cómo vacía el cargador a mi espalda, pero como me siento con fuerzas, levanto a la mujer embarazada y la arrastro como puedo hacia el fondo. Ella me dedica una mirada indescriptible, de las que agradecen mejor que ninguna otra expresión precisamente porque no saben cómo hacerlo. Esa mirada lo cambia todo.

Ahora todos me miran de esa manera, y quizá me lo invento pero parece que me suplican que haga algo. Las monjas rezan con las manos entrelazadas y una de ellas lo hace en alto, los dos obreros yacen en el suelo con gesto de desamparados, los jóvenes de las gorras se abrazan y sollozan sin parar, la mujer del libro electrónico se ha quedado estática, en estado catatónico, y su bloqueo se hace extensible a las otras mujeres que no pueden dejar de gritar la misma llamada de socorro, la misma súplica desesperada.

Me doy la vuelta y en un segundo me asalta la idea clara de lo que tengo que hacer. Todas aquellas personas aún tienen muchas cosas que hacer, no merecen morir allí. El destino ha querido que los proyectiles me alcancen a mí, y eso me coloca en la jodida posición de morir antes que nadie, de morir mientras los demás tratan de sobrevivir, pero también en la extravagante y terriblemente irónica situación de hacer algo al respecto, ya que, sin lugar a dudas, soy el único que no tiene nada que perder.

Así que mientras el enorme asesino de la gabardina se decide, mientras pulsa el gatillo otra vez, mientras descarga las últimas balas que le quedan sobre nosotros, mientras se ensaña violentamente, yo me incorporo, me coloco delante y camino hacia él con la decidida intención de suicidarme, o más bien, de acabar con mi vida un poco antes haciendo algo que por lo menos merezca el trance, mi mala suerte y la pena.

Ya no apunta a la gente. Me apunta a mí. Dispara sin parar. Yo sigo sin sentir nada, y aunque no lo entiendo, ya nada puede detener lo que está a punto de ocurrir.
                               
Ya no me protejo con la manos, ni siquiera desvío la cabeza, y si bien entorno los ojos por puro acto reflejo, nada consigue que aparte la mirada de mi objetivo. Una rabia bien dirigida se convierte en mi arma. Dar por sentado que ya no hay oportunidad para mí, y mi abandono posterior, se transforman en mi valor.

Alcanzo al hombre, y me aproximo hasta que la punta de la pistola me roza la frente. Nuestros movimientos son muy lentos, pero todo sucede muy rápido. El dispara una última vez pero sólo se escucha el clic del gatillo. O se ha encasquillado o ha agotado las balas. Estoy agotado de la excitación, así que sólo puedo quitarle el arma y empujarlo con suavidad. Él no ofrece resistencia, simplemente retrocede, se pone de cuclillas en el suelo y se tapa la cabeza con las manos.

El tren llega a la siguiente estación. La gente se agolpa en las puertas, salen precipitadamente, el caos se adueña del andén. Dos hombres del personal de seguridad se acercan corriendo. El eco del ruido es ensordecedor.

Salgo muy despacio. Dejo caer el arma. No me duele nada, pero me siento terriblemente débil. Espero a que llegue el final preguntándome qué forma tendrá, y después, sencillamente, me desmayo.

Cuando despierto, me descubro tumbado en una cama de hospital, aturdido y confundido. Pienso que he tenido una pesadilla terrible, un mal sueño en el que moría, un sueño en el que me mataban, y me pregunto qué habrá sucedido en realidad. Una enfermera interrumpe mi campo de visión y al comprobar que tengo los ojos abiertos, se encarga de explicarme con entusiasmo todo lo que necesito saber.

No ha sido un sueño. Todo es real. Un hombre ha disparado en el metro, yo he cometido la estupidez de ponerme en medio y no me ha rozado ninguna bala.

Después de que un médico compruebe los resultados de mis análisis y me dé la enhorabuena, dedicándome la enigmática frase de "has sido muy valiente, ojalá existiese más gente como tú", me traen la ropa, me visto y salgo de la habitación pensando que aquello que impulsó mis actos no fue la valentía, sino la más genuina de las cobardías, esa que me hizo querer morir cuanto antes, en vez de prolongar un sufrimiento que en realidad no llegó nunca.

En la sala de espera hay un montón de cámaras de televisión y una multitud que me aclama, y entre los rostros sonrientes en seguida reconozco la cara de aquella mujer embarazada, los hábitos de aquellas dos monjas, los peinados de dos señoras y las gorras de aquellas dos jóvenes, todos y cada uno de aquellos rostros que nunca olvidaré porque hay rostros que permanecen imborrables en la memoria, los rostros que creí haber soñado, pero que son de verdad.

El resto, como siempre, es otra historia, la que sin duda acabaré de escribir, sin prisa, sin ser impaciente, sin preocuparme de nada más, porque es lo que sé hacer, porque es lo que hago, y porque si no he muerto todavía, es lo que tengo que hacer.

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