PERSEGUIR HACIA ATRÁS, ENCONTRAR HACIA DELANTE



                    Noreste: Dicen que mañana es el final
Hay una regla básica y fundamental de comportamiento que aprendemos tempranamente, en los albores de nuestra vida, cuando apenas somos capaces de gatear, construir palabras y mucho menos razonar, algo imprescindible que se graba automáticamente en nuestra conciencia, y es el hecho de que para conseguir algo, tienes que ir a buscarlo, mover una mano hacia delante, en la dirección exacta en la que se encuentra nuestro objetivo.

Es comprensible, ya que nuestro campo visual abarca un portentoso radio de más de cuarenta y cinco grados, pero por fortuna o por desgracia, no tenemos ojos en la nuca. Codiciamos lo que vemos, y lo que vemos siempre está delante de nosotros. Si quieres alcanzar el biberón estiras el brazo, si  quieres recuperar la pelota que ha rodado hasta la esquina de la habitación, tienes que arrastrarte hasta allí, y pronto descubrirás que andando o corriendo llegarás antes que otro y tendrás menos probabilidades de que te la arrebaten.

Desde entonces no cesamos de conseguir cosas. Vemos algo que nos gusta y nuestra intuición nos dicta que tiene que ser nuestro. Sentimos una punzada más o menos caprichosa cuando determinadas cosas se cruzan en nuestro camino, y entonces, las perseguimos y hacemos todo lo que está en nuestra mano, a veces incluso más, para que nos pertenezca. Los que no se rinden suelen conseguirlo. Entonces lo abrazamos con fuerza y no lo soltamos hasta que nos cansamos. 

Tomamos decisiones y elegimos lo que se quedará a nuestro lado y lo que abandonaremos en la cuneta, nos pasamos la vida entera participando en una carrera contra el tiempo, siempre huyendo hacia delante, incorporando decenas de historias a nuestro vagar cotidiano, y por supuesto, nunca echamos la vista hacia atrás.

Siempre habrá alguien que nos recuerde el tópico de que quien mira al pasado no avanza, de que si miras hacia atrás te pierdes lo que se te acerca por delante, de que hacerlo de otro modo es de románticos o melancólicos que se alimentan de sus propias efemérides para sentirse más dichosos.

Pues bien, éste es el relato de cómo las leyes que rigen nuestros itinerarios se pueden volver locas al menos un instante, de cómo estar preparado para remar contracorriente. Un relato sobre un acontecimiento insignificante, en el que el movimiento cambia de dirección igual que el agua gira en sentido contrario al otro lado del ecuador del planeta antes de colarse por el sumidero.

No soy un personaje digno de admiración, pero muchas personas se podrían sentir identificadas con mi deambular miserable, o por lo menos, percibir cierta empatía con esta triste esperanza de que me ocurra algo sorprendente. Tengo una salud frágil, poco dinero, un trabajo de mierda, el bálsamo de ciertas aficiones ligeras, vicios inconfesables, un puñado de amigos, y tras varios fracasos sentimentales, he de decir lo mismo que dice todo el mundo para no cortarme las venas: no he encontrado el amor.

Como cada día, me levanto a las puñeteras 7:00, me ducho, me visto, y salgo pitando hacia la parada del metro. Estamos a mediados de Julio, y el caluroso verano de la ciudad en la que vivo, me obliga cada dos por tres a fijarme en los insinuantes escotes de las chicas que me voy cruzando por el camino, sus vestidos, sus faldas y sus piernas bien depiladas. Si aseguro que gustosamente me acostaría con cualquiera de ellas estaría mintiendo. Mi análisis del sexo femenino es inofensivo y exclusivamente recreativo, porque para qué nos vamos a engañar, ninguna de ellas me gusta realmente. Así voy, paso a paso, siempre hacia delante, procurando echar un vistazo para ver donde pongo los pies. 

Pero hoy, justo cuando miro hacia atrás, sucede algo extraordinario. No me refiero a una de mis acostumbradas ensoñaciones, viajando con la memoria atrás en el tiempo, para acordarme de los momentos más felices de mi pasado, sino al prosaico acto de mirar hacia atrás justo cuando subo por la escalera mecánica de la estación en la que siempre me apeo para ir a currar.

Es entonces cuando veo la figura de una chica a lo lejos, una chica, que desde esa distancia, se parece a la representación perfecta de todos los clichés que sueño en la mujer de mi vida. Una larga y fosca melena oscura, piel blanca como la nieve, labios rojos, un vestido vaporoso, botas camperas en esta época del año, una pisada firme y unos andares casi desafiantes. Me quedo tan flipado que el final dentado de la escalera sorprende a mis pies obligándome a dar un ridículo saltito.

Giro a la izquierda y cuando vuelvo a mirar hacia atrás la he perdido de vista, así que aminoro el paso porque pienso rápidamente que no hay otro lugar por el que subir de planta, o sea que ella tiene que venir hacia aquí. Me da igual llegar tarde al trabajo aunque lo que estoy haciendo es absurdo. Mi única intención es verla una vez más, sólo eso. Sin embargo, cuando aparece me pongo tan nervioso que enfilo el siguiente tramo de escaleras mecánicas mirando un par de veces de soslayo. Actúo, no pienso. Lo único que se me pasa levemente por la cabeza es el interrogante de cómo puedo sentir una química tan aplastante por alguien que está a más de veinte metros, de tal manera que podría jurar sin volver a mirar hacia atrás que sigue ahí, andando los pasos que yo ya he andado. 

Salgo por la boca de metro y camino hacia el paso de cebra. El semáforo está en verde para los peatones y además no hay ningún coche esperando, pero yo sí aguardo impacientemente con la cara asomada por encima de mi hombro. Pasan unos segundos infinitos, y si pienso en algo, es simplemente en que no quiero que esto acabe, pero que cuando lo haga, habrá merecido la pena, porque me siento vivo, tan puerilmente vivo como un niño. Cuando aparece, mi reacción es la misma de antes, y como si fuera un imán reaccionando al lado del polo opuesto de otro que está a la distancia adecuada, me muevo como impulsado por un resorte y empiezo a avanzar otra vez.

Hay mucha gente esquivándose en los dos sentidos de esta calle céntrica de la ciudad. Hora punta, todo el mundo va a trabajar, pero a dónde irá ella, a qué se dedica, cuándo torcerá una esquina y dejará de seguirme sin saber que lo está haciendo, o sin saber que el que realmente la sigue soy yo a ella, pero hacia atrás, o mejor dicho, al revés, es decir, sin seguirla realmente. Aprovecho la perspectiva de la cuesta y entre las cabezas de la multitud, echo varios vistazos breves. Cada vez que la veo, me pongo nervioso y camino más deprisa, como si quisiera alejarme de ella, pero cuando vuelvo a perder su imagen, freno de nuevo.

En realidad, lo que está pasando ejemplifica a la perfección un asqueroso rasgo de mi carácter. Si la tuviese de frente en un bar, no pararía de mirarla pero jamás me acercaría, y si fuese ella quien se aproximara, el miedo me apartaría. Es por este motivo por el que siempre que me ocurre algo sorprendente en la vida es prácticamente un milagro, solamente cuando tenía que ser, cuando las circunstancias me colocan en encerronas inevitables, cuando realmente me enfrento a la verdad de que nadie puede ser feliz sin estas pequeñas tormentas.

Enfilo la segunda calle a la derecha pidiendo al cielo que ella no se meta por la primera. Después de recorrer cien metros, y quedarme un minuto plantado frente a la entrada del hotel donde trabajo, como no la veo, caigo derrotado, y entro en la recepción. Es imposible que alguien se pare a mirar los escaparates a esas horas, y mucho menos alguien que camina con esa determinación, pisando como si quisiera agujerear la acera. Los compañeros del turno de noche me saludan pero yo no les contesto, en mi cabeza resuenan campanas y bandas sonoras de películas románticas horteras. Doy media vuelta y salgo del hotel bajo la atónita mirada de mis compañeros, y justo cuando me dispongo no sé a qué, quizá a andar un poco hacia atrás como si lo hiciera hacia delante para echar una última ojeada sin miedo y sin ocultarme, antes de rendirme definitivamente, me la encuentro de frente.

Nuestras miradas se cruzan un instante. Lo que sucede, no sucede a cámara lenta como en una película, pero pondría la mano en el fuego al asegurar que algo le ha ha hecho disminuir el ritmo de sus pasos. Me mira menos de un segundo y baja la vista, pasa por mi lado, casi me roza y puedo olerla. Sin voluntad, me giro despacio y observo como se aleja contoneándose hasta desaparecer.

Mientras me pongo el ridículo uniforme del hotel, me consuelo pensando que alguien que desvía la mirada de esa manera ha tenido que sentir algo, y aunque me esté engañando, la fantasía me arranca una sonrisa. Hoy va a ser un buen día.

¿Qué probabilidad hay de cruzarse con la misma persona dos veces en la misma ciudad? ¿Cuántas veces nos cruzaremos los unos con los otros sin reparar en ello? Pues la verdad es que no lo sé, pero lo que si sé es que jamás me habría puesto a escribir este relato si éste fuera el final.

Es viernes. Salgo de trabajar y rechazo el único plan que me ofrecen. Quiero llegar a casa, pegarme una ducha y no moverme del sofá en todo el fin de semana. Al día siguiente, llevo a efecto mi plan. Termino de leer una novela, veo un par de pelis, contesto unos mails y buceo en el facebook. Cuando abro la nevera encuentro todo lo que quiero, pero se me ha antojado un plato de pasta con verduras y soja, y me falta este último ingrediente, así que bajo a los chinos que tengo debajo de casa.

 ¿Cuántas veces he pensado en la desconocida de la que me quise enamorar ayer o con la que tuve una aventura callejera, ficticia y unilateral en mi imaginación? Pues podría decir que me he acordado de ella tres o cuatro veces en toda la mañana y otras tantas ayer, pero la verdad es que aunque resulte inexplicable no me la he quitado de la cabeza en todos los momentos que no he estado verdaderamente ocupado, distraído o concentrado en algo. Claro, que antes también pensaba en ella, lo que ocurre es que no tenía su rostro sino simplemente algunas de sus características, y es que en verdad, me paso los días soñando con que aparezca el amor de mi vida, y éste, puede que me equivoque, pero con lo fetichista que soy, va a tener que ser bastante parecido a ella.

Entrar en demasiados detalles esta vez sería tedioso para cualquiera menos para mí, así que me los voy a ahorrar: Salgo del establecimiento donde he comprado la soja, y de paso un par de cervezas. Sólo tengo que recorrer una ele muy corta para llegar al portal de mi casa, pero cuando llego a la intersección de la calle del chino con mi calle, de refilón, veo a la chica de mis sueños bajando a los lejos en dirección a mí. Está lejos, pero la reconocería entre un millón de personas en un estadio. Siempre he creído que la forma de caminar describe bastante bien la personalidad de la gente. Pues bien, he observado cientos de formas de andar, y puedo asegurar que nadie anda como ella.

Me quedo paralizado un rato, dejó que mi corazón se acompase, pero en seguida, cuando considero que está lo suficientemente cerca para fijarse en mi, huyo como un cobarde, dándole la espalda y entrando apresuradamente en el portal. Allí, desde su interior oscuro, a través del cristal, vuelvo a perseguirla hacia detrás, y aguardo a que pase para deleitarme una vez más. Sin embargo, transcurren minutos de sobra y no aparece.

Dejo la bolsa en el suelo, doy al interruptor de la puerta y salgo de nuevo a la calle. Definitivamente no está, y perseguir a alguien hacia atrás no funciona. Camino hacia la esquina arrastrando los pies muy despacio, y desde allí, giro trescientos sesenta grados sobre mis talones para tener una perspectiva global del escenario del suceso.  O me lo he imaginado todo de tanto sugestionarme o ha entrado en alguna tienda de alrededor. Entorno los párpados y vigilo atentamente. Nada. 

Finalmente, agacho la cabeza, cierro los ojos, y me parto de risa yo solo en mitad de la calle, pero cuando vuelvo a alzar la vista la veo en frente de mí. Esta vez se ha detenido y claramente me ha mirado a los ojos, quizá preguntándose de qué puedo sonarle, pero en seguida reanuda su camino. Ojalá tuviese que dirigirme yo en esa dirección, quizás de ese modo, por esta vez, sería ella la que me intuiría a su espalda, y con un poco de suerte, empezaría también ella a perseguirme hacia atrás. Y si lo hiciera, seguro que terminaría por encontrarme de frente, porque da igual si persigues de una forma u otra, si realmente sabes lo que persigues, al final, acabas encontrándolo. 

Juro que si vuelvo a encontrarla, le diré algo, pero como me conozco y desconfío que de mi boca vayan a salir las palabras adecuadas, como lo único que querría que supiese si no fuese a verla nunca más sería todo lo que ha provocado en mí sin saberlo, subo a casa y escribo este relato con el firme propósito de entregárselo en mano si la veo de nuevo, y luego, por supuesto, salir corriendo de la vergüenza. Lo sé, soy un bicho raro.

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Lo he conseguido. Lo he hecho. Supongo que la fortuna ha jugado de mi parte porque últimamente no paro de mirar obsesivamente por encima de mi hombro. Quería pensar que si me había cruzado con ella en el entorno de mi trabajo y mi casa, volvería a encontrarme con ella en alguno de esos dos barrios, sin embargo, ha sucedido en el lugar más insospechado de todos.

¿Me creerían si les dijera que ha sido ella la que se ha acercado a mí, y que lo primero que me ha preguntado ha sido que si la estaba persiguiendo? ¿Y si les dijese que he contestado que sí, y que entonces ella me ha dicho que lo hago fatal?

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" I am waiting the rebirth of wonder "
" Y estoy esperando el renacer del asombro "_ Lawrence Ferlinguetti




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